Como la situación en que nos
movemos nos resulta cada vez más insoportable, hay un imperioso deseo de
cambio, que expresamos a pie de mostrador en cualquier bar, donde exponemos las
medidas que, según cada uno, se debían de tomar para arreglar esto. También
podemos verlo en las redes sociales con los mensajes que allí se vuelcan llenos
de rabia, de razones sincopadas y de faltas de ortografía y en las calles de
nuestras ciudades en forma de protestas contra esto o aquello, coreando
eslóganes insultantes e interrumpiendo el tráfico.
Todos andamos señalando lo que
otros ─el gobierno, los bancos, los
sindicatos, los partidos o la patronal─ tienen que cambiar, pero quizás no haya
muchos que se planteen a sí mismos lo que deben cambiar en sus vidas.
El tiempo de Cuaresma que ha
comenzado, nos dice la Iglesia que es tiempo de conversión, de cambio, de
reflexión, de penitencia, de poner al día nuestra fe. Los que se confiesan
creyentes, en muchos casos, cuando hablan de la fe se refieren a verdades más o
menos aceptadas y compartidas, pero con escasa influencia en su vida de cada
día. Otros reducen la fe cristiana a costumbres, ritos, obligaciones puntuales,
quizás una ética o una ideología.
Benedicto XVI en su mensaje
para esta Cuaresma nos dice que no se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida.
El gran acontecimiento que
puede cambiar nuestra vida es creer en Jesucristo, que se hizo hombre como
nosotros y nos aseguró que Dios, más grande que todo el universo que Él mismo
creó, nos ama y se preocupa de nosotros. No somos para Dios una especie más a
la que trata de salvar como si fuera un ecologista. Nos ama con amor de Padre y
nos conoce a cada uno por su nombre.
La fe es un don de Dios que el
hombre puede acoger o rechazar, si lo acoge y entra en relación amorosa con
Dios, amarlo no es un mandamiento sino una respuesta libre y agradecida, que
nos abre a amar todo lo que Dios ama, es decir, a todos los hombres y a cada
uno de ellos.
La fe nos lleva al amor al
prójimo, a la caridad, que es mucho más que dar algo de lo que nos sobra. La
caridad nos urge a padecer con todos los que padecen, a sufrir con todos los
que sufren, a alegrarnos con todos los que se alegran, a llorar con todos los
que lloran.
Este es el gran cambio que el
mundo, y España, necesitan: que nos convirtamos de nuestros pecados de
soberbia, de codicia, de lascivia, de egoísmo, y pongamos todo nuestro empeño
en terminar con la injusticia, la opresión, la falsedad, la corrupción, que
todos padecemos pero que también causamos.
No vale señalar el mal en los
demás si nosotros no nos disponemos a erradicarlo de nosotros mismos. Lo mismo
que Dios es misericordioso con nosotros, nosotros tenemos que tener
misericordia de los demás. Esto es mucho más que ética, mucho más que
filantropía.
Si decimos que tenemos fe y no buscamos
activamente el bien del prójimo somos unos embusteros, pero si pensamos que podemos superar
el mal con nuestras propias fuerzas, que no necesitamos a Dios y que todo es
cuestión de medidas políticas para mantener el estado de bienestar, estamos
equivocados.
Francisco Rodríguez Barragán
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