Todas las personas creen en
algo, tienen fe en algo: en la vida, en su cónyuge, en sus padres, en sus
amigos, en sí mismos, aunque no tengan una total evidencia ni demostración
lógica de las convicciones y confianzas en las que vive y aunque algunas de sus
creencias resulten fallidas. Alguien que viviera sin confiar en nada ni en
nadie, se sentiría profundamente desgraciado.
Forma parte de nuestra
naturaleza confiar en los que nos rodean y tal confianza hace posible la
convivencia. Sin duda que en más de una ocasión nos veremos engañados y
decepcionados o engañaremos y decepcionaremos a otros. Todos quisiéramos tener
una confianza absoluta en algo o en Alguien que diera firmeza a nuestra vida y
colmara nuestras ansias de felicidad.
Si nos interrogamos a nosotros
mismos sobre las incómodas preguntas acerca del origen de nuestro existir y el
destino de nuestra vida, tendríamos que abrirnos a la transcendencia. Más allá
de nuestro diario acontecer, hecho de gozos y dolores, de felicidad y
sufrimiento, necesitamos un sentido para nuestra vida. Necesitamos la fe.
Preferimos la verdad a la
mentira, la bondad a la maldad, el amor al odio, la belleza a la fealdad,
aunque a veces optemos por la mentira, la maldad, el odio o la fealdad, si
creemos que ello nos va a reportar algún placer y es que nuestra naturaleza
está dañada por el mal, del que quisiéramos vernos libres.
Encontrar el verdadero sentido
de nuestra vida y vernos libres del mal, podemos conseguirlo mediante la fe en
Jesús, Hijo de Dios, que irrumpe en la historia y con su vida, muerte y
resurrección, nos incorpora a su propia vida, nos revela al Padre que nos ama y
ordena a los que le siguen que difundan la buena noticia, el evangelio, a todo
el mundo.
Pero muchos de los que nos
decimos cristianos no evangelizamos a nadie. Se nos puede conocer por algunas
actitudes ideológicas, algunas posturas políticas, por nuestras labores
asistenciales o nuestras manifestaciones exteriores de religiosidad, pero no
transmitimos el entusiasmo de sentirnos perdonados y salvados por Jesús,
realmente vivo y presente en su Iglesia.
Están los que combaten la idea
de Dios para afirmar al hombre como único responsable de su destino, están los
que no quieren saber nada de Dios para no tener que convertirse y estamos los
que hacemos poco o nada por anunciar a las personas que nos rodean la buena
noticia de Jesús.
Ante una creciente
descristianización de nuestra sociedad, es necesaria una nueva evangelización,
pero para poder evangelizar necesitamos poner al día nuestra fe.
Benedicto XVI ha convocado el
año de la fe para que los cristianos adormecidos, cómodos o indiferentes,
acojamos y reavivemos el don de la fe que recibimos en la Iglesia, valioso
regalo de Dios que no podemos desaprovechar.
Tenemos a nuestra disposición
el Catecismo de la Iglesia Católica, el magnífico legado que nos dejó Juan
Pablo II, para poner manos a la obra.
Francisco Rodríguez Barragán
No hay comentarios:
Publicar un comentario