La inmensa mayoría de las
personas vivimos en el temor y la incertidumbre. El que tiene trabajo teme
perderlo; el que no lo tiene teme no encontrarlo nunca si es mayor, y el que es
joven tampoco sabe cuándo lo hallará; el que estudia desconfía de que lo que
está estudiando le sirva para ganarse la vida; el que tiene una empresa, un
negocio, un comercio, teme tener que cerrarlo como tantos han hecho; muchas
parejas no están seguras de lo que puedan durar; el pensionista teme por su pensión
y el que aún no lo es, duda si el sistema se la podrá garantizar…
Necesitamos tener confianza en
algo o alguien que no nos defraude, una luz que ilumine de alguna manera
nuestra vida de hoy, un asidero firme frente a la inestabilidad que nos rodea.
En su encíclica “La luz de la
fe” el Papa Francisco nos dice que la característica propia de la luz de la fe
es su capacidad de iluminar toda la
existencia del hombre. Es una luz tan potente que no puede proceder de nosotros
sino de Dios.
Pero hemos apartado a Dios de
nuestra vida, de nuestras instituciones. Hemos decidido que Dios es
innecesario, que nos basta con nuestra ciencia, nuestra democracia
participativa o nuestro estado del bienestar. Como mucho se acepta como actitud
subjetiva, reducida al ámbito de la privacidad, pero se le excluye ferozmente
del ámbito de lo público. ¡Así nos va!
Cuando se elimina a Dios del
centro de nuestra existencia, podemos creer en cualquier cosa: el liberalismo,
el socialismo, la economía de mercado o la economía planificada, el
intervencionismo del estado o la Unión Europea. Ninguna de estas cosas puede
salvarnos de nuestra radical insatisfacción.
La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en
el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. La fe no es una invención
humana sino un don, un regalo de Dios, que podemos acoger o rechazar usando
nuestra facultad de razonar. Pero la elección no es indiferente. Rechazar a
Dios una y otra vez a lo largo de nuestra vida, tiene graves consecuencias aquí
y ahora y por supuesto después. Cuando el hombre piensa que alejándose de Dios
se encontrará a sí mismo, su existencia fracasa.
Acoger la fe, decirle a Dios
que creemos en Él, también tiene para el creyente consecuencias. Creer en la palabra de Dios que
llamó a Abraham, que habló por los profetas de Israel y que se hizo presente en
Jesucristo, el Hijo de Dios, para anunciarnos la buena noticia de que Dios nos
ama y quiere salvarnos, exige por nuestra parte una respuesta de amor, pero no
podemos amar a Dios a quien no vemos si no amamos a nuestros prójimos a quienes
sí vemos.
Esta es la luz de la fe, vivir
en el amor a Dios y a los hermanos. Si los que nos decimos cristianos fuéramos
coherentes con la fe que decimos profesar, todo cambiaría. Viviríamos en la
verdad y la verdad nos haría libres. Dejaríamos de estar sometidos a las
esclavitudes del mundo del poder, del tener, del poseer, del consumir…
La fe no va a eximirnos del
dolor, del sufrimiento ni de la muerte, pero a su luz todo adquiere otro significado,
otro valor, otra dimensión, que ninguna otra cosa puede darnos.
Francisco Rodríguez Barragán
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