La mayoría de los españoles se
declaran católicos, más del 75 %, pero la mayoría de esa mayoría no va a misa
los domingos, viven juntos sin casarse por la iglesia y creo que va en aumento
el número de niños que no son bautizados.
Se entra a formar parte de la
Iglesia por el bautismo. Cuando comenzó la Iglesia los apóstoles predicaban el
evangelio de Jesús, muerto y resucitado, y los que creían eran bautizados. El
bautismo implica la fe y los que quieren ser bautizados deben ser previamente
evangelizados, catequizados, en la fe que salva.
Cuando los bautizados son
niños, se bautizan en la fe de sus padres que se comprometen a educarlos
cristianamente. La transmisión de la fe a los niños se espera va a realizarse a
través de la familia, la parroquia y la escuela. Si en otros tiempos esto era
así, hoy no está nada claro que siga siéndolo.
Si la mayor parte de las
familias viven en la indiferencia religiosa, alejadas de la Iglesia y sin
sentirse parte de ella, no hay realmente una educación cristiana ni una
transmisión de la fe. Si la fe no se recibe en casa, tampoco es probable que se
reciba en la escuela. La religión, como asignatura, es escasamente valorada
tanto por los niños como por sus padres, más preocupados por aprobar las
matemáticas, la física o el inglés.
Queda la catequesis parroquial.
Las familias que envían a ella a sus hijos son minoría y la ven como
preparación para la primera comunión, pasada la cual desaparecen de la
parroquia, salvo un pequeño número que continúa preparándose para la
confirmación y quizás algunos se integren en algún movimiento juvenil.
Si en otros tiempos la fe de muchos
jóvenes hacía crisis cuando entraban en la universidad, ahora ya desde
adolescentes viven en la indiferencia religiosa y sumidos en esta posmodernidad
increyente, llena de atractivas incitaciones al hedonismo, al consumismo, al
placer.
Si pertenecer a la iglesia
significa para la gente tener la obligación de ir a misa, de confesar, de
renunciar a los placeres de la carne o vencer el egoísmo, alejarse de ella se
vive como una liberación de obligaciones, de molestas llamadas de atención a la
conciencia.
Hay que reconocer que vivimos
en una sociedad fuertemente descristianizada, aunque sigan en pie nuestras
catedrales, nuestros templos, nuestras obras asistenciales, pero el anuncio del
evangelio, la buena nueva del amor de Dios, de la salvación del pecado y del
mal, parece importar poco a la gente.
Pero dentro de cada uno de
nosotros, aunque pretendamos ignorarlo, hay un deseo de plenitud, de justicia,
de verdad, de trascendencia. Tras la muerte inexorable ¿será igual la suerte de
los asesinos y sus víctimas, de los ladrones, de los corruptos y los
hambrientos, de los explotadores y los explotados…?
¿Acaso estamos satisfechos de
la sociedad que hemos hecho entre todos? Una sociedad formada de familias cada
vez más frágiles, cada vez más envejecida, de un llamado estado del bienestar
insostenible…
Somos pobres criaturas que nos
creemos autosuficientes y así nos va. Nos hemos alejado de Alguien que nos
regaló la existencia ¿qué haremos cuando nos pida cuentas?
Francisco Rodríguez Barragán
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