Para los que manejan el mundo
a su capricho, tienen claro que hay que despojar al hombre de sus valores y
referencias.
Este último domingo de mayo al
celebrarse el día de la Ascensión, ha quedado olvidado que también se celebraba
el día de San Pablo VI, el Papa que el 25 de julio de 1968 publicó su Encíclica
“Humanae Vitae” sobre la regulación de la natalidad a la que nadie hace
referencia, a pesar de su importancia en estos tiempos que nos ha tocado vivir.
Los años sesenta fueron una
explosión de reivindicaciones sociales en las que se pedía más libertad, pero
no tanto para construir una sociedad mejor sino para vivir cada cual a su aire
sin responsabilidades ni prohibiciones.
A pesar de las enseñanzas del
Concilio Vaticano II respecto a la familia y la sociedad, seguramente el diablo
inventó “el espíritu del Concilio” como coartada para actuar de forma muy
distinta.
Hoy seguramente pocos se acuerdan
de aquel Concilio, ni del sufrido San Pablo VI que contempló con dolor la
estampida de la secularización del clero y la proclamación del amor libre de
cualquier atadura.
El progresivo abandono del
matrimonio como sacramento, sustituido por las uniones civiles o por la mera
convivencia de hecho, han ido en aumento constante y lo mismo el crecimiento de
los abortos, objeto de leyes cada vez más permisivas hasta pretender que matar
un niño en gestación se considere “un derecho de la mujer” (nosotras parimos,
nosotras decidimos).
Dejó de hablarse de interrupción
voluntaria del embarazo ya que si algo se interrumpe podría reanudarse, pero la
práctica del aborto es una muerte definitiva de un ser humano inocente.
¿Qué aportaba la encíclica
citada? Pues que la natalidad podía regularse utilizando los ritmos biológicos
del organismo femenino para lo cual era necesario la voluntad de los cónyuges de
abstenerse de los actos sexuales en los periodos de ovulación una vez decidido
el número de hijos a procrear.
Pero como ello exige el control
de nuestros apetitos, se buscó eliminar tal control mediante métodos físicos o
químicos que impidan la fecundación sin ningún esfuerzo, sin someternos a
ninguna disciplina.
Por supuesto que desde instancias
sociales y políticas se rechazaron las normas de la iglesia a las que se negó
toda competencia para dictarlas.
Esta postura social reclamaba al
mismo tiempo el divorcio sin cortapisas, con lo cual se daba al traste con la
familia.
Todos los periodos
revolucionarios (y éste lo es) tienen claro que para mejor dominar a los
ciudadanos hay que despojarlos del entramado que da consistencia a su vida:
familia, religión, idioma e historia. Y en eso están: falseando la historia,
destruyendo el lenguaje, atacando a la religión.
Si leemos el Archipiélago Gulag o
los relatos del Madrid del 1931 podemos comprobar como incontables personas
hacen cosas horribles siguiendo las ordenes de los que mandan, aunque los que
mandan, a su vez, obedezcan a otros que tienen más poder.
Hay un libro actual en el que se
cuenta como los porteros de las casas de Madrid tenían que dar cuenta de los vecinos
desafectos a la república, lo mismo que en la Rusia de Lenín.
Hagamos lo posible por preservar
nuestra religión, nuestra historia, nuestros valores.
Francisco Rodríguez Barragán
Publicado en
https://www.diariosigloxxi.com/firmas/franciscorodriguez
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