Muchos de los que vivíamos en
aquellos tiempos en los que se construía la Comunidad Europea, pieza a pieza,
nos entristecía sentirnos excluidos por no tener un sistema de gobierno
homologable. Luego vino la transición que generó tantas esperanzas, una
constitución que comenzaba diciendo que la Nación española, deseando establecer
la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía
proclamaba que España se constituía en un estado social y democrático de
derecho.
Siete años después de aprobarse
la constitución, el 12 de junio de 1985 se firmó el Tratado de Adhesión a la
CEE y desde enero de 1986 ya éramos miembros de pleno derecho y todos, o casi
todos, tan contentos.
La euforia del europeísmo pasó
por alto que la agricultura española colisionaría con la agricultura francesa y
alemana. España empezó a recibir dinero a cambio de matar vacas, arrancar
olivos y viñas o sembrar girasoles subvencionados.
El paisaje se llenó de letreros
informando que tales y cuales obras se hacían con fondos europeos. Como
teníamos regiones deprimidas llegaba dinero europeo para levantarlas. Eran las
regiones que estaban a la cola en renta per cápita y siguen estándolo.
Luego entramos en la moneda
única cuyas ventajas nos vendieron acompañadas de pequeñas calculadoras para
convertir pesetas a euros o euros a pesetas. Desde entonces la política
monetaria salió de nuestras manos. Era una pérdida de soberanía, pero los préstamos
que habían llegado a estar hasta un 17% de interés se abarataron y el precio
del dinero, fijado por el Banco Central Europeo, animó a nuestros bancos y
cajas a una expansión del crédito que hizo posible la burbuja inmobiliaria,
cuyo estallido lamentamos.
Como cualquiera que gasta más
de lo que gana, España ha terminado en manos de sus acreedores que nos imponen
sus condiciones.
Nadie nos advirtió a los
españoles que tendríamos que obedecer, sin rechistar, todas las directivas del
gobierno de Bruselas en agricultura, medio ambiente, pesca o industria y que
también nos ordena subir impuestos, reformar nuestras leyes laborales,
disminuir las pensiones… y la palabra “rescate” como una amenaza.
A nuestra complicada justicia
con tantos tribunales “superiores”, recursos y garantías, se añade el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos como otra instancia más que puede tumbar las
sentencias españolas.
Parece claro que la soberanía,
que tan pomposamente se proclamó en el preámbulo de la constitución, ha quedado
un tanto recortada, por mucho que nos digan unos y otros.
El gobierno se debate entre
tanto problema, no sé si pensando en las próximas generaciones o en las
próximas elecciones. Pero si no resulta muy airoso su papel en Europa, más
cerca de Italia, Portugal o Grecia que de Alemania, el espectáculo interno es
mucho peor. A pesar de todo lo que diga el título VIII del texto constitucional,
no parece que haya decisión suficiente del gobierno para obligar a las
comunidades autónomas díscolas a cumplir las leyes ni las sentencias de los
tribunales.
Confiemos que las reformas que
nos anuncian cada día sirvan para algo más que para ser tema de debate en las
tertulias de televisión y radio.
Francisco Rodríguez Barragán
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