Hace muchos años, cuando aún
era joven y me reunía con otros jóvenes para hablar de todo lo divino y lo
humano, un buen amigo nos dijo que los cristianos teníamos que ver todas las
cuestiones sociales desde el nivel de los que menos saben, menos tienen y menos
pueden, es decir de los más pobres.
He de reconocer que aquel
consejo quedó olvidado en algún rincón de mi memoria y, a menudo, mi juicio
sobre tantas y tantas cuestiones lo he realizado desde el nivel de mi situación
y de mis intereses personales.
Pero al leer La
Alegría del Evangelio del Papa Francisco, aquel recuerdo de juventud
estalló con fuerza en mi conciencia. Dice el Papa que, de nuestra fe en Cristo
hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la
preocupación por el desarrollo integral
de los más abandonados de la sociedad y que cada cristiano y cada comunidad
están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los
pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad.
Nos dice que la Iglesia ha
reconocido que la exigencia de escuchar el clamor de los pobres brota de la
acción de la gracia en cada uno de los cristianos que están llamados a cooperar
tanto para resolver las causas estructurales de la pobreza y promover el
desarrollo integral de los pobres, como a realizar los gestos más simples y
cotidianos de solidaridad ante las miserias
que encontramos en nuestro entorno.
Según el Papa la solidaridad es
mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad, sino que supone pensar
en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación
de los bienes por parte de algunos. Es lo que decía mi amigo, hace tantos
años, ver todas las cuestiones sociales
desde el nivel de los más pobres.
Parece que lo que impera es el
feroz individualismo de todos contra todos y la formación de ruidosos
colectivos reivindicativos de sus propios intereses. Pensar en que todos, ricos
y pobres, acomodados y sin empleo, emigrantes y nacionales, jóvenes y viejos,
formamos una única comunidad humana, de la que no podemos excluir a nadie,
representa un reto formidable para todos los cristianos y para cualquier
persona de buena voluntad.
No se trata de asegurar la
comida, dice el Papa, sino que tengan prosperidad sin exceptuar bien alguno, lo
que implica educación, cuidado de la salud y sobre todo trabajo libre,
creativo, participativo y solidario y un salario justo que permita acceder a
los bienes destinados al uso común.
El compromiso que se pide a los
cristianos no consiste exclusivamente en programas de promoción y asistencia,
sino ante todo una atención puesta en el otro al que se considera como a uno
mismo.
Afirma el Papa que, mientras no
se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la
autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando
las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del
mundo y en definitiva ningún problema.
Francisco Rodríguez Barragán
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