Llevamos milenios empeñados en
organizar la sociedad. Cada época, cada imperio, cada país, han creído dar con
la solución, pero ninguna dura mucho tiempo, ninguna consigue instaurar un
orden justo en el que nadie resulte sometido, explotado, excluido.
Imperios, federaciones,
naciones, pueblos, han buscado formas estables de gobierno, pero ninguna ha
resultado lo suficientemente buena para perdurar en el tiempo a satisfacción de
todos.
Hay quienes pensaron que, en un
régimen de libertad, el egoísmo de cada uno se conjugaría con el egoísmo de los
demás y una mano invisible nos haría a todos felices. No resultó.
Otros instauraron regímenes
igualitarios, pero resultó que unos eran
más iguales que otros y terminó el experimento que tantos sufrimientos
costó. Los “desiguales”, los que mandaban en aquellos regímenes se aliaron con
otros poderes y ahora siguen organizando sus sociedades en su beneficio.
La democracia se ha presentado
como la única solución que podría conjugar igualdad y libertad. Encarnada en el
mundo occidental, gracias a sus avances técnicos y la explotación de los
recursos de otros pueblos del planeta, consiguió prosperidad y riqueza e
instauró el estado del bienestar para mantener contentos a todos sus ciudadanos.
La globalización y la crisis han puesto de manifiesto la dificultad de mantener
el tinglado. Una sociedad en la que unos manejan la riqueza y otros se quedan
sin ingresos, está pidiendo otro cambio, otro ensayo que podrá funcionar o no,
que durará más o menos y así un siglo y otro.
Pienso que ningún sistema
llegará a funcionar “para todos” y que todos están condenados al fracaso pues
las personas arrastramos un egoísmo radical, que no podemos arrancar de
nosotros mismos sin la ayuda de Dios. Estamos lastrados por el mal y no podemos
hacer de la tierra un paraíso, como aquel del que fuimos expulsados por la loca
soberbia de querer ser como dioses, soberbia en la que nos mantenemos
contumaces. Queremos ser nuestros propios dioses y solo conseguimos causar
sufrimientos a los pobres, a los excluidos y a nosotros mismos.
Un mundo donde reine la paz, la
justicia, el amor, donde nadie tenga que llorar, es una promesa de Dios que
llegará al fin de los tiempos pero que llega cada día cuando cualquier hombre
se convierte, pide perdón y se deja salvar. Es el Reino de Dios prometido a los
pobres, a los que lloran, a los hambrientos, a los perseguidos, que se hace
realidad cuando uno ama de corazón a su prójimo, a su hermano, y actúa en el
mundo que le ha tocado vivir con honradez, con caridad, con esperanza, con fe.
El reino que llegará al fin de
los tiempos con la segunda venida de Jesucristo no sabemos cuándo ocurrirá,
pero el mismo Cristo nos insiste en la necesidad de estar preparados para ese
momento, que seguro nos llegará a cada uno cuando dejemos esta vida, que no
termina sino se transforma.
Tenemos que pedir con fuerza y
convicción que el Señor vuelva, para que el mal sea definitivamente vencido. El
demonio no es un mito, es un espíritu poderoso, misterio de iniquidad y enemigo
de que los hombres puedan llegar a ser hijos de Dios, que está consiguiendo
pasar desapercibido y que la gente no crea en su existencia.
Francisco Rodríguez Barragán.
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