Vivir para sí mismo o vivir para los
demás
He vuelto a hojear el libro que
Lipovetsky escribió hace veinticinco años con el título “El crepúsculo del
deber” que lleva como subtítulo: “La ética indolora de los nuevos tiempos
democráticos” y la realidad confirma todas sus apreciaciones. La gente sigue
hablando de la ética, pero de una ética que no nace de ninguna moral eterna
sino de decisiones personales y autónomas.
En esta línea pienso que se ha
abandonado la transmisión categórica del deber como obligación ineludible de
hacer el bien al prójimo o realizar el bien común, sustituida por la búsqueda
de la propia felicidad como razón última de nuestra existencia, sin cortapisas
morales ni sociales.
La aceptación incondicional del
sistema democrático nos ha llevado a sustituir una moral eterna por las leyes
que apruebe el parlamento. El deber de pagar impuestos, el deber de aceptar la
ideología de género, el divorcio exprés, el aborto como derecho, el feminismo
que criminaliza siempre al varón, la unión de parejas del mismo sexo llamando a
tal cosa matrimonio, la imposición de la mayoría sobre la minoría.
Mucho hablar de libertad de
expresión pero si te opones a cualquiera de las nuevas leyes de género puedes
verte acusado y condenado. Creo que la sustitución de la vieja moral por la
nueva solo sirve para justificar el hedonismo, una sexualidad sin límites, la anulación
de la familia como transmisora de valores, la brusca caída de la natalidad. La
mujer puede denunciar al marido, los hijos a sus padres, las hijas pueden
abortar sin conocimiento de sus padres y si ha aumentado la esperanza de vida
también podemos esperar que nos apliquen la eutanasia.
No obstante todo ello, creo que
las personas sienten un vacio de deber que tienen que llenar con algo. Para
ello se promociona a través de los medios multitud de campañas que invitan a la
gente a la ecología, salvar el planeta, a amar a los animales, oponerse a las corridas
de toros, pero seguir comiendo chuletón, donar la cantidad que decidan para
luchar contra el hambre en África, la malaria, el cáncer o el matrimonio infantil.
Participar en cualquier acción
benéfica o filantrópica nos transmite una agradable sensación. Son acciones que
nadie nos obliga a realizar y que decidimos por nosotros mismos y que en
principio no nos complican la vida.
Dentro de estas acciones, nacidas
de una ética indolora, ocupa un lugar preferente el voluntariado. Son muchas
las personas que deciden realizar acciones voluntarias, hasta el punto de que
se han dictado leyes reguladoras de estas actividades, para darles un respaldo
legal ya que ocasiones pueden entrar en conflicto con los trabajadores
asalariados y sus sindicatos.
En muchos casos los voluntarios
son personas jubiladas que no se resignan a estar pasivos y aportan sus
conocimientos previos y en otros casos son personas jóvenes que quizás esperan
rellenar su currículo con esta actividad a la hora de buscar trabajo.
El voluntariado puede ser una
actividad gratificante e indolora ya que puede dejar de realizarla cuando
quiera o puede llevar a un compromiso creciente, a implicarse en los problemas
de los beneficiarios de su acción, hasta convertir la actividad voluntaria en
un auténtico compromiso de vida y dedicación, en un deber.
Francisco Rodríguez Barragán.
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