Yo creo que después de la muerte
habremos de dar a Dios cuenta de nuestra vida
y que no volvemos a la nada sino a la vida eterna.
Cada día nos despachamos los
noticiarios con reseña de las personas que han fallecido de forma violenta y el
correspondiente aviso de que el ayuntamiento donde vivía cada uno decreta tres
días de luto.
De los que mueren de enfermedad
o de vejez en el hospital o en su casa quizás se enteren los vecinos de su
bloque de pisos y sus familiares, a veces, encargarán una misa en la parroquia.
Unos y otros pasarán al olvido.
La muerte es la única realidad
de la que tenemos certeza: si estoy vivo tendré que morir. Podremos alargarla
gracias a médicos y tratamientos durante algún tiempo pero al final moriremos
sin remedio. También puede acortarla cada cual si se suicida o comete excesos o
pueden acortárnosla con la eutanasia que ahora pretender promocionar.
Seguramente preferimos no
hablar de ello. Para no asustar a la gente los curas cada vez predican menos
sobre la muerte, ni siquiera en los entierros en los que, con frecuencia, lo
que se hace es un panegírico del muerto, dando por supuesto que Dios lo habrá
perdonado.
Pero la realidad que yo percibo
es que la gente no cree en la existencia de Dios, o vive como si no existiera,
y tampoco cree que haya otra vida en la que habremos de dar cuenta de lo que
hicimos en ésta. Más bien piensan que después de la muerte volveremos a la
nada, lo cual me parece horrible que tengan el mismo destino los asesinos que
sus víctimas, los culpables que los inocentes.
No creer en la existencia de un
Dios que nos pida cuentas tiene la ventaja de creernos libres para decidir
sobre lo bueno o lo malo, sin reglas ni prohibiciones, salvo las que nos
impongan las leyes decididas por los políticos, que se creen con poder para
legislar cualquier cosa, siempre que tengan votos suficientes, como por ejemplo
la ideología de género, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la
educación para la ciudadanía por encima de los padres, la legalización del
aborto o la promoción de una sexualidad sin compromisos o gravar con impuestos
a todos los ciudadanos para gastar sin freno ni control, ni eficacia.
El Libro de la Sabiduría
escrito antes de Cristo reflexiona sobre el hecho inevitable de la muerte y
naturalmente de la vida y dice que los impíos llegan a la conclusión de que si
todo acaba con la muerte, “comamos y
bebamos que mañana moriremos” lo cual desencadena el egoísmo brutal de
aprovechar la vida al máximo, según quiera o le apetezca. En cambio los justos,
los que creen en Dios, saben que están en sus manos y no les alcanzará tormento
alguno.
Para los creyentes, los que
tienen fe, los que escuchan el evangelio de Jesucristo, la muerte no es el final como
dice la canción que se canta en el ejército, la muerte es el principio de la
verdadera vida, la que no tiene fin y en la que gozaremos de la presencia de
Dios.
Mucha gente vive sin esperanza
y trata de gozar de esta vida que se acaba a cambio de lo que sea, pero puede
perder la otra, la que no se acaba, simplemente por dejarse arrastrar por la
multitud de los que anuncian las bondades de un mundo mejor que nos traerá la falsa democracia, la falsa
libertad, la falsa idea de que no necesitamos a Dios para nada.
Francisco Rodríguez Barragán
Publicado en
Publicado en ACTUALL del 6 de
julio de 2018
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