¿Dónde van nuestras democracias?
En su libro “Cómo terminan
las democracias” Jean-Francois Revel alertaba del peligro de las democracias
occidentales frente a la Unión Soviética, pero desaparecida ésta podría parecer
que esta obra resulta superflua, aunque el auge de determinados totalitarismo
exija una nueva reflexión sobre nuestras democracias.
Hablaba Revel del error de
Tocqueville que había acertado respecto a la aparición de una cierta
homogeneidad en los sentimientos, en las ideas, en los gustos y en las
costumbres de los ciudadanos que resultan sometidos a la esclavitud de su mutuo
consentimiento. La igualdad no de las riquezas, sino de las aspiraciones
ciudadanas, engendraría la unidad del pensamiento. Efectivamente todos piensan
lo mismo: que el Estado atienda la totalidad de nuestras necesidades pero más
allá de eso no hay tal uniformidad sino intereses que se oponen y búsqueda del
poder...
Tocqueville describió la
ascensión que se produciría de un Estado omnipresente, omnipotente y
omnisciente, Estado protector, contratista, educador, Estado médico,
empresario, librero, Estado compasivo y depredador, tiránico y tutelar,
economista, publicista, banquero, padre y carcelero, que despoja y que
subvenciona.
Conocemos bien ese Estado
que padecemos o disfrutamos gracias a esa cierta uniformidad de la opinión
pública, pero Tocqueville no previó que la opinión pública resultara mucho más
versátil y que el Estado, a pesar de gigantismo, fuera cada vez más desobedecido
e impugnado por los mismos que lo esperan todo de él y apuntaba con razón Revel
que el estado democrático ha cargado con más responsabilidades que poderes.
La uniformidad de la opinión
pública respecto al deseo de que el Estado provea a todas nuestras necesidades,
nos facilite el disfrute del placer sin responsabilidad y nos regale “nuevos
derechos” inventados en otros foros, no
puede impedir que se utilice el propio sistema democrático para combatirlo sin
descanso y sustituirlo en cuanto puedan por otros modelos.
Aunque la Comunidad Europea
comenzó como forma de superar los anteriores enfrentamientos entre naciones ha
ido derivando en una especie de super-estado que ampare, vigile y defienda a
las democracias. Este super-estado intenta por todos los medios conseguir una
uniformidad de pensamiento no solo en la economía, la agricultura, el comercio
o la ecología sino también en cuestiones como la ideología de género o la
legalización del aborto que escandalizarían a los padres de Europa, Adenauer,
Schuman o De Gasperi.
Por eso no es extraño que la
uniformidad del pensamiento europeo empiece a resquebrajarse y, utilizando sus
mismas instituciones, estén surgiendo fuerzas dispuestas a manejarlas en
beneficio propio o hacer estallar el invento. Es sintomático que los que hemos
dado en llamar populismos bien de extrema izquierda o extrema derecha, estén
adquiriendo un protagonismo que no imaginábamos
hace un par de décadas.
Tanto en la configuración de
la uniformidad o en el fraccionamiento de la opinión pública han tenido un
papel decisivo los medios de comunicación mezclando la información con la
opinión, en una búsqueda constante de oyentes, espectadores o lectores. Por
supuesto que la democracia ampara el derecho a opinar pero si estos medios representan
un efectivo poder, también deben tener la suficiente responsabilidad. Si
llegaran al poder los populismos quizás las primeras víctimas serían los medios
de comunicación.
Francisco Rodríguez Barragán
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