Cuando veíamos las protestas
callejeras en Grecia y nos contaban la corrupción de sus políticos, pensábamos
que en España no estábamos tan mal, que bastaba un gobierno diferente y fuerte
para enderezar nuestra economía y recuperar el nivel de vida al que estábamos
acostumbrados.
Pero resulta que nuestra
situación es bastante similar a la griega y la gente enfadada se tira a la
calle, creyendo que con gritar contra el gobierno se va a arreglar el grave problema
de que no hay dinero para pagar los gastos corrientes y las deudas atrasadas.
Pienso que nuestra lamentable
situación está además agravada por nuestro descoyuntado modelo de nación
autonómica, nuestro sistema financiero quebrado, nuestra productividad
menguante, nuestra clase política egoísta, nuestra incapacidad para generar
empleo, crédito y confianza.
El estado de bienestar, del que
hemos hecho un ídolo, resulta que está edificado sobre arena y solo sabemos
protestar por su hundimiento. Las prestaciones sociales insostenibles, las
obras faraónicas improductivas, una administración y unas castas políticas
gigantescas y desproporcionadas, el derroche y el despilfarro, no se arreglan
con salir a la calle dando gritos.
Cuando una nación se hunde todos
debemos preguntarnos sobre la parte de culpa que nos toca. Seguimos dejándonos
engañar por los políticos: unos que no supieron prever la situación y se
dedicaron a hacer propuestas inviables, otros que azuzan la protesta sin purgar
su parte de culpa en el desastre y tantos que colaboraron en el desaguisado,
eluden responsabilidades y siguen comiendo del presupuesto.
No podemos seguir aferrados a
un estado providencia que va a cuidar de nosotros hasta nuestra vejez: no es
viable hoy y el futuro es peor, ya que la caída de la natalidad, ─millones de
abortos─ hace imposible el reemplazo generacional y el sistema de reparto, en
el que los que trabajan soportan las pensiones y prestaciones de los que dejan
de trabajar. Los viejos somos cada vez más y los jóvenes cada vez menos.
Durante mucho tiempo hemos
vivido de la ilusión de que gracias a nuestras deudas seríamos cada vez más
ricos. Nuestras viviendas, nuestros apartamentos en la playa o la montaña, se revalorizaban solos, hoy se han depreciado
o los hemos perdido.
Seguro que muchos advirtieron
que se estaba produciendo una burbuja inmobiliaria que terminaría estallando,
pero nadie hizo nada por detenerla a tiempo. Tampoco salimos a protestar por
obras inútiles, que tendremos que acabar pagando: aeropuertos sin vuelos, AVE
sin pasajeros, metropolitanos inútiles, teatros y polideportivos en cada pueblo
chico o grande, etc.
Fueron abolidos el sentido
común y las viejas virtudes: prudencia, justicia, fortaleza, templanza, sobriedad,
austeridad, ahorrar para la vejez, no gastar por encima de nuestras
posibilidades y sustituidas por las consignas diabólicas: disfruta sin freno,
consume todo lo que puedas, vive a tope que el futuro te lo tiene que resolver
el estado.
Queramos o no, las algaradas
callejeras son realmente actos penitenciales por nuestros pecados, aunque no
sea políticamente correcto hablar de pecados, por haber comprado sin ton ni
son, por no haber rendido lo suficiente en nuestro trabajo, por haber
defraudado siempre que hemos podido, por haber sustituido los hijos por las
mascotas…
Francisco Rodríguez Barragán
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