Este verano se ha anunciado
ampliamente el descubrimiento de una partícula, no sé si real o virtual,
necesaria para completar el Modelo Estándar de la Física de Partículas, cuya
existencia había predicho hace casi medio siglo el científico Peter Higgs.
Desconozco cuál pueda ser la
importancia de este hecho, aunque pienso que la enorme inversión del
Colisionador de Hadrones, tiene que justificarse de alguna manera, máxime si
necesita más financiación.
De todas maneras, bienvenido
sea el descubrimiento del “bosón”, aunque su vida sea tan efímera como una
fracción de nanosegundo. Estoy seguro que el ingenio humano podrá encontrarle futuras
aplicaciones prácticas a esta partícula, como las encontró para los electrones,
protones, neutrones, fotones, etc. que están presentes en nuestra vida diaria.
Si la observación del universo
nos ha mostrado su inmensidad, su complejidad y su belleza, estimulándonos a
llegar cada vez más lejos, el estudio de lo infinitamente pequeño también nos
ha mostrado una creciente complejidad. El átomo de los griegos no es una masa
compacta de materia, sino un sistema complicadísimo de partículas que
interaccionan entre sí en un espacio casi vacío. Cada vez que los científicos
alcanzan una nueva cota, aparecen nuevas incógnitas, para seguir avanzando y
descubriendo realidades que estaban ahí y que nosotros no hemos fabricado.
Cuando encontramos unas
pinturas rupestres o unos monumentos megalíticos, de inmediato nos preguntamos
por sus autores ¿quiénes hicieron esto? En cambio cuando descubrimos la
complejidad del cosmos y del microcosmos, no queremos preguntarnos por su
autor, es más, muchos parecen esforzarse para demostrar que tal autor es
innecesario, que no existe porque no ha podido probarse “científicamente” su
existencia.
Si todo resulta sujeto a “número, peso y medida” (Sb.11,21),
resulta más difícil de creer que ello sea obra del azar que creer en una
inteligencia creadora y ordenadora. Claro que si tenemos que admitir la existencia
de Alguien tan grande y poderoso como para crear todos los universos, también
tendremos que admitir que Él nos hizo y nos dotó de razón e inteligencia, por
lo cual estamos obligados, al menos, a darle gracias.
Si la vida del bosón es
efímera, la del hombre también lo es, pues “aunque
uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, todo es fatiga inútil
porque pasan a prisa y vuelan” (Salmo 89). Por mucho saber científico que
un hombre acumule, no le servirá para eludir la muerte. Negar que haya algo más
allá es arriesgado. Lo que el hombre, con esfuerzo, va descubriendo debe
llevarle a preguntarse humildemente, no con la soberbia del autosuficiente, por
la Verdad (con mayúscula) que todo lo sostiene.
Esta tensión entre la ciencia y
la fe está presente en la misma presentación de la noticia del descubrimiento
del “bosón” al llamarla partícula maldita o partícula divina, aunque solo sea
un paso más en la investigación que llevará a los científicos a unos horizontes
cada vez más dilatados, que deberían llevarnos a reconocer al autor de tanta
maravilla.
Francisco Rodríguez Barragán
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