Todos nos hemos conmovido ante
la noticia de que los niños de Córdoba puedan haber sido asesinados y quemados
por su propio padre. Después de casi un año de investigación, el informe de
unos profesionales prestigiosos dice que los huesos encontrados son de niños y
no de animales como afirmó la policía.
El hecho, presente en todos los
medios de comunicación, tertulias y redes sociales, pone de manifiesto que lo
que la gente espera es el castigo de cadena perpetua para el criminal, quizás
porque vemos con demasiada frecuencia que las penas de privación de libertad
que imponen los tribunales luego quedan en menos, por aplicación de discutibles
beneficios penitenciarios, como ahora mismo está de actualidad respecto a un
criminal especialmente cruel.
El asesinato de estos niños, al
igual que cuando aparece un bebé en un contenedor de basura, produce un justo
sentimiento de repulsa. Pero los más de cien mil niños cada año abortados en el
vientre de sus madres, que fueron
extraídos despedazándolos o quemándolos en solución salina, como se hacen
desaparecer, debidamente triturados, por las clínicas dedicadas a esta
repugnante actividad, no levantan ningún clamor, por aquello de ojos que no
ven, corazón que no siente.
En alguna de las tertulias que
he visto y oído, algún tertuliano apuntó el tema del aborto sin mucho éxito.
Otros tertulianos manifestaron que la persona que es capaz de matar a sus hijos
tiene que ser un desequilibrado, un especialista indicó que no necesariamente, pues la mayoría de los
criminales no están locos. Aquí la discusión me pareció de interés ya que se
planteó el meollo de la cuestión ¿por qué el hombre es capaz de hacer el mal?
Nadie recordó que la naturaleza
humana está viciada por el pecado. Unos decían que se trata de un salto atrás
en la evolución, porque el hombre es un animal predador y, en las profundidades
de nuestro cerebro, hay instintos que pueden aflorar en determinadas
situaciones. Alguno dijo que quizás se consiga determinar en nuestro ADN el gen
que provoca nuestra tendencia al mal.
Se apuntó que existe en cada
persona el odio, fuerza poderosa que puede empujar a cualquiera a realizar
acciones crueles: destruir, matar o pegarle fuego al bosque.
Salió también el factor
educativo como la clave civilizadora y cultural indudable. Hay que recordar que
personas muy cultas y educadas, incluso pueblos enteros, con un alto nivel de
educación, pueden cometer auténticas barbaridades.
Los americanos organizaron su
democracia, pero siguieron teniendo esclavos y cuando se abolió la esclavitud,
continuó la segregación de los negros hasta tiempos bien recientes. La
ilustrada Francia alzó la guillotina. La culta Alemania educó a la población en
el odio al judío hasta hacer desaparecer varios millones. Las doctrinas marxistas
en manos de Lenin, Stalin, Mao, Ho-chi-min o Pol-Pop llevaron el odio
exterminador hasta extremos horribles. En África unas etnias masacran a otras y
las guerras siguen siendo atizadas en el mundo desde el odio.
La fuerza del odio es capaz de
transformar en infierno a familias, colectivos, pueblos y naciones. Admitamos
que todos podemos ser victimarios o víctimas del odio, pero que también podemos
apostar por otra fuerza transformadora: el amor, —Dios es amor—, y cada uno
desde su sitio puede pedirle a Dios fuerza para amar al prójimo, al próximo, al
que tiene al lado, buscando activamente el bien.
Francisco Rodríguez Barragán
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