Los medios de comunicación y
diversas instituciones han recordado el medio siglo transcurrido desde la apertura
del Concilio Vaticano II. Para buena parte de la población actual el
acontecimiento no forma parte de sus recuerdos personales por no haber nacido o
ser de corta edad. No es mi caso. Hace 50 años estaba a punto de cumplir los 25
y me preparaba para contraer matrimonio, con lo que iba a terminar mi etapa de
militancia en la Juventud de Acción Católica en la que ingresé de adolescente.
En aquel año viviamos con
entusiasmo los cursillos de cristiandad y discutíamos con apasionamiento si
debía mantenerse una Acción Católica general con base parroquial, que nos
parecía bastante desfasada, o debíamos convertirnos en movimiento especializados,
como la JOC, creada por monseñor
Cardijn, que parecía más eficaz para el trabajo apostólico.
El Concilio se abría como una
gran esperanza para los cristianos comprometidos y lo de aggiornamiento,
ponerse al día, nos sonaba bien. Parece
que se utilizó esta palabra para evitar el término reforma. Nada más empezar
las deliberaciones se pusieron de manifiesto dos posturas: renovadores y
conservadores, progres y carcas. Por supuesto, en lo mejor de mi juventud,
estaba del lado de los renovadores.
El primer documento que salió
del Concilio, a finales de 1963, fue la Constitución sobre la sagrada liturgia,
con decidida finalidad reformadora, pero con la clara advertencia de que nadie,
aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia,
en la liturgia. También se ordenó que se conservara el uso de la lengua latina,
aunque autorizando el uso de la lengua vulgar para lecturas, moniciones,
oraciones y cánticos, cuando fuera útil para el pueblo.
Rápidamente toda la liturgia se
expresó en las lenguas de cada lugar y el latín fue quedando abandonado. Nos
pareció un gran avance la celebración de la misa de cara al pueblo en lengua
vernácula. Cuando años después he asistido a celebraciones en lenguas que no
entiendo, siento añoranza del viejo latín en el que todos podamos sentirnos
unidos.
Al año siguiente apareció la
Constitución Dogmática sobre la Iglesia donde se hacía un canto estupendo del
sacramento del matrimonio y de la familia a la que se consideraba como iglesia
doméstica. Como ya tenía una familia y estaba encuadrado en un movimiento
familiarista, esto me alegró mucho. Se dedicó un capítulo a los laicos,
revalorizando su papel dentro de la iglesia como agentes de evangelización en
el mundo, empezando por la propia familia.
Al final de 1965 aparecieron la
Constitución sobre la divina revelación y la Constitución pastoral sobre la
Iglesia en el mundo actual, en la que se abordaron todas las cuestiones que
afectaban y siguen afectando a la sociedad y se insistía de forma luminosa
sobre la dignidad del matrimonio y la familia, sobre la fecundidad y el amor
conyugal. Páginas que me siguen pareciendo maravillosas, aunque hoy se ignoren
por la sociedad.
Recuerdo que me quede confuso y
sorprendido cuando empezó la secularización masiva de los sacerdotes. La
primavera que se esperaba no llegó. El ofrecimiento de diálogo al mundo creo
que no fue escuchado. Mayo del 68, el feminismo, la difusión de los anticonceptivos,
el relativismo, el envejecimiento y descristianización de Europa y tantas otras
cosas, parecen haber hecho inútiles las
ideas del Concilio.
No obstante pienso que siguen
siendo válidas aquellas ideas y florecerán cuando Dios quiera. Mis caminos no
son vuestros caminos, dice el Señor. El triunfo de Jesús fue en la cruz, los
que lo seguimos no podemos esperar otra cosa que luchas y contradicciones. Los
decepcionados, conservad la esperanza.
Francisco Rodríguez Barragán
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