Todos tenemos un deseo innato
de ser felices, buscamos ansiosamente serlo, pensamos que nuestro bien es
aquello que nos beneficie de alguna manera y para lograrlo estamos dispuestos a
pagar cualquier precio. La tentación que nos propone: “todo esto te daré si
postrado ante mí me adoras”, suele tener bastante éxito entre las personas.
El señuelo de la riqueza, del
sexo, del poder, de la ganancia fácil, del medro personal, del puesto
importante, del comer y beber manjares exquisitos, de las diversiones
placenteras, puede llevarnos a aceptar cualquier servidumbre, a dejar de lado los
gritos de nuestra conciencia, a olvidar viejos propósitos, o pasados ideales si
alguna vez los tuvimos.
Si vivimos en la estrechez o la
pobreza, quizás envidiemos la suerte de los que supieron aprovechar la ocasión para
encumbrarse y encontremos dentro de nosotros como va creciendo el descontento.
Convertir el descontento en odio y dirigirlo hacia enemigos prefabricados es
fácil.
La culpa de que no seamos felices
es de los bancos, de la derecha o de la izquierda, de los empresarios, de los
sindicatos, del sistema económico, de la iglesia, de los inmigrantes… Es la
tentación del odio que reclama nuestra sumisión para que salgamos a la calle a
gritar, a interrumpir el tráfico, a insultar a la policía. Somos felices
mientras protestamos exaltados, aunque sea una felicidad destructiva y triste.
Otros se sientes desolados al
comprobar que el estado del bienestar en el que habían confiado se resquebraja.
Naturalmente la tentación que se ofrece
es la de no sentirnos responsables del desaguisado: somos inocentes del
despilfarro, de la corrupción, de la mala administración… aunque más de una vez hayamos incumplido las leyes,
hayamos defraudado a la hacienda pública, aunque nuestra productividad y
nuestro rendimiento sean manifiestamente mejorables. Mientras que nos quejamos
de los demás, sentimos también la raquítica felicidad de creernos buenos y
víctimas.
Para alcanzar problemáticas
felicidades sucumbimos a las más variadas tentaciones y nos postramos ante la
mentira, la injusticia, el enjuague, la trampa, el delito, pensando en lo que
vamos a recibir a cambio.
Antes o después comprobaremos
que todo fue un engaño, que nuestra ansia de felicidad no puede colmarse con
las cosas materiales que posees pero que temes perder, ni gozando de todos los
placeres, ni puede satisfacerse odiando a los demás, que todo es vanidad y caza
de viento, como dice Quoelet.
Los cristianos rezamos a menudo
el Padre nuestro, que termina pidiendo a Dios que no nos deje caer en la tentación y que nos libre del mal. El mal,
que nos impide ser felices, es demasiado
grande para que podamos vencerlo sin la ayuda de Dios. Solo vivimos una vez e
importa mucho cómo vivamos. No nos hemos dado la existencia a nosotros mismos.
Somos criaturas de Dios y este Dios nos ha mostrado su amor en Jesús que quiere
salvarnos del mal.
Hemos de entender que no
podemos ser felices sin Dios, de espaldas a Dios. Dios es la garantía de que
podemos esperar un mundo nuevo en el que habite la justicia. Todos habremos de
comparecer un día ante Dios para ser juzgados, incluso los que piensan que Dios
no existe, y en este juicio podremos alcanzar o no la auténtica felicidad para
siempre.
Francisco Rodríguez Barragán
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