Llegar a la mayoría de edad
significó siempre pasar a ser considerado adulto, persona capaz de asumir
obligaciones y compromisos, sin necesidad del concurso de los padres. El artículo 12 de la Constitución la fijó en
dieciocho años en lugar de los veintiuno anteriores.
A pesar de ello, tengo la
impresión de que no se ha producido realmente un adelanto en la madurez de las
personas, sino que se ha alargado bastante la etapa de la adolescencia.
Personas que pueden rondar los treinta años siguen viviendo a costa de sus
padres, sin ninguna obligación ni cortapisa, situación que viene produciéndose
desde hace bastantes años.
No se llega a adulto porque lo
diga la constitución, ni consiste en poder votar, salir de botellón o irse de
juerga. Se llega a adulto cuando uno pasa de la alegría de recibir a la alegría
de dar, cuando uno es capaz de trabajar, ser útil, ganar dinero para compartirlo,
cuando uno es capaz de asumir compromisos definitivos.
El Instituto Nacional de
Estadística nos muestra el dato del enorme descenso de la nupcialidad en España:
3,8 matrimonios por cada mil habitantes. Estamos por debajo de los 4,5 de la
media europea. Además el matrimonio se contrae con más de treinta años. En
estos datos no deben estar incluidas las parejas de hecho, uniones de personas
mucho más jóvenes, que “viven juntos”, en una situación que va siendo cada vez
más generalizada.
Vivir emparejados, “sin
papeles”, es una muestra clara del miedo a comprometerse. Más de un tercio de
los hijos nacidos en España no son matrimoniales, es decir no nacieron de una
unión estable y responsable. En estos casos imagino que son los varones los que
huyen de responsabilidades, lo que indica su falta de responsabilidad, tengan
la edad que tengan.
Si los que contraen matrimonio
legal son mayores de treinta años, sería de esperar que tales enlaces
resultaran estables, pero lo cierto es que cada vez son más frágiles. El
divorcio, para el que se dan toda clase de facilidades legales, divorcio exprés,
va en aumento. De cada tres matrimonios se rompían dos hace unos años, hoy
serán más. Este dato me lleva a pensar que no existe la madurez que podía
esperarse de personas adultas, que hubieran proyectado reflexivamente formar
una familia.
Además del descenso de la
nupcialidad, tenemos el descenso “suicida” de la natalidad, que al no alcanzar
siquiera la tasa de reposición, nos aboca al envejecimiento de la población que
hará insostenible el estado de bienestar. En este descenso de la natalidad
tiene una fuerte incidencia el aborto, que alcanza cifras anuales muy
superiores a cien mil eliminaciones de niños en gestación.
El aborto es la manifestación
más sangrante de la falta de madurez de los progenitores de estas criaturas que
rechazan las obligaciones derivadas de su comportamiento sexual, siendo las
mujeres las que llevan la peor parte pues son ellas las que sufrirán el aborto
y los traumas posteriores, mientras que los varones que los engendraron, como
si se tratara de un juego de muchachos, se desentienden de cualquier problema
para seguir su particular “disfrute de la vida” que consiste en gozar del sexo
sin responsabilidad.
Ser una persona adulta, por
tanto, no es solo cuestión de edad, sino que implica asumir la propia vida, compartirla con
otra persona a la que se ama y se respeta y aceptar responsabilidades y obligaciones.
Francisco Rodríguez Barragán
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