El viaje de nuestra vida
Resulta cómodo y seguro viajar
con un GPS. Se anota en el aparatito el punto de salida y el de llegada y
mientras conducimos el automóvil, vamos recibiendo las oportunas instrucciones.
Si sufrimos algún error nos advierte que va a recalcular el itinerario.
Funciona, según me dicen, gracias a 24 satélites en órbita que cubren, en
detalle, toda la superficie de la tierra y envían las señales a cada receptor.
Parece que fue inventado con finalidad militar por las grandes potencias y como
tantas otras cosas ha pasado a ser de uso común.
Entre tanto me desplazaba iba
pensando que también sería interesante disponer de un dispositivo de estos para
caminar seguros por la vida ya que hay tantos reclamos, carteles y letreros
contradictorios que andamos, a menudo, bastante desorientados, hasta que caí en
la cuenta de que todos tenemos incorporado un receptor de señales y que desde
más arriba de los satélites geoestacionarios en órbita, se nos envían las
oportunas señales.
Estamos dotados de razón, instrumento
capaz de percibir y analizar nuestra situación en el entorno concreto en que
nos movemos y de la voluntad, que posee la suficiente energía para tomar
decisiones. Tenemos también la conciencia, que detecta la existencia de unas
normas eternas de funcionamiento y nos advierte de peligrosas desviaciones.
Si para viajar con el GPS
tenemos que saber el punto de salida y el punto de llegada, también tendríamos
que conocer con exactitud nuestro punto
de origen y nuestro destino, no solo para los pequeños trayectos en los que nos
movemos para alcanzar esta o aquella cosa, sino para la totalidad de nuestro
viaje por este mundo, eso que llamamos nuestra vida sin caer en la cuenta de
que más que nuestra la tenemos prestada.
La razón y la conciencia son
dos maravillosos aparatos que quizás utilizamos poco y, naturalmente, terminan
estropeados. Razonar para encontrar la verdad de nosotros y nuestro entorno,
para distinguir lo bueno de lo malo, lo útil de lo superfluo, lo saludable de
lo nocivo, es un arduo trabajo al que renunciamos ya que nos resulta más cómodo
aceptar lo que nos ofrecen en el mercado de las ideologías, de la publicidad,
del consumo, de la política o de los medios de comunicación, siempre que nos
faciliten la mayor cantidad de placer y nos eviten responsabilidades y
preocupaciones. Quizás por ello somos decididos partidarios del estado del
bienestar que cuide de nosotros.
Nuestra conciencia puede
protestar del mal uso que hacemos de la razón y de la voluntad durante un
tiempo, pero termina por enmudecer sobre todo si la sobornamos diciéndole que
no creemos que exista un Dios que nos pida cuentas ni que haya otra vida, más
grande y definitiva, después de nuestra muerte.
Es chocante que haya tanta
gente que no crea en la posibilidad de que haya otra vida, pues si la tuvieran,
aunque fuera dudosa, no dejarían de tomar sus precauciones. Su razón ha
aceptado cómodamente que Dios no existe y a ello se atienen, aunque caigan en
la trampa de que no pueden probar “científicamente” su afirmación, mientras que
el universo entero, no puede ser obra del azar, pues hecho con número, peso y
medida, está reclamando un hacedor.
Podemos tener en cuenta una
vieja copla que dice:
En esta
vida emprestada
el buen
vivir es la clave;
aquél que
se salva, sabe,
y el
que no, no sabe nada.
Aunque
no fuera más que, por si acaso, merecería la pena pensar que nuestro punto de
destino no es la muerte, sino otra vida distinta y perdurable que hay que
salvar.
Francisco
Rodríguez Barragán
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