martes, 19 de febrero de 2013

A vueltas con la corrupción


La corrupción es el tema, presente hasta la nausea, que ocupa las páginas de los periódicos y los espacios televisivos. Como, de forma simultánea, las medidas del gobierno resultan bastante impopulares, está servido el caldo de cultivo de la protesta callejera, debidamente atizada por los especialistas de agit-pro, los furibundos ataques de la oposición y la sensación de que podemos estar al borde del estallido social o del derrumbamiento del sistema.

Desde el punto de vista de las leyes penales, de las que los políticos se zafan con facilidad, sólo son las personas quienes pueden cometer delitos pero nunca los entes colectivos que, según dicen las normas del derecho, no pueden delinquir. La corrupción de los partidos, de los sindicatos, de las empresas, de los gobiernos estatal, autonómico o municipal, no parece existir, aunque puedan ser imputados y condenados algunos de sus dirigentes.

No sería ocioso preguntarse si la corrupción es efectivamente el problema de algunas personas de conducta desviada, pero que no afecta al sistema o si es la vida del propio sistema la que se ha corrompido y produce corrupción.

Si el problema se reduce a corrupciones individuales podría erradicarse a través de la una justicia libre, imparcial y rápida, lo que me parece mucho pedir pues hay que desconfiar de que se cumplan las tres notas indicadas: libre, imparcial y rápida.

Pero si el problema es el propio sistema, ¿quién podrá regenerarlo? Damos por supuesto que vivimos en una democracia, que es el mejor sistema posible y que la soberanía nacional reside en el pueblo español ¿seguro? Votamos cada cuatro años a unas listas cerradas y bloqueadas, pero el verdadero elector es el jefe de cada partido que coloca en los primeros puestos de la candidatura a quienes él quiere que salgan. Del cumplimiento de programas electorales, mejor no hablar.

Decimos que la democracia nos permite gozar de una larga serie de libertades, pero nuestra capacidad de elegir lo que nos interesa no resulta nada clara, es más, nos vamos acostumbrando a que otros decidan por nosotros y no en cosas baladíes sino en otras tan importantes como la familia, la educación para la ciudadanía, el contenido de la enseñanza en todos sus niveles, las condiciones de trabajo, nuestro dinero, etc. Es el famoso estado del bienestar, que pretender cuidarnos desde la cuna a la tumba, pero que está haciendo aguas.

Escuché hace poco a quien decía que en un estado de derecho, cuando un ciudadano decide hacer algo consulta la ley, aquí se pregunta: ¿con quién hay que hablar?

Autorizar una urbanización, modificar un plan para que los edificios tengan alguna altura más, conseguir la adjudicación de obras o servicios, conseguir subvenciones, ayudas o privilegios, ¿no son ocasiones de corrupción? ¿Son tan solo personas individuales los que se han dejado sobornar o las que han cobrado el tres por ciento famoso?

La naturaleza humana y sus obras están lastradas por el problema del mal, del pecado, decimos los cristianos, aunque sea políticamente incorrecto. Pero está claro que hay soberbia, avaricia, envidia, injusticia, rencor y odio en buena parte del acontecer tanto personal como político. ¿Podemos convertirnos?

Si solo tenemos miedo del código penal, los que puedan buscarán la impunidad, la prescripción y en último término el indulto. Todo esto resulta triste y decepcionante. ¿Qué esperanza nos queda?

Francisco Rodríguez Barragán






 

Los cambios que necesitamos


Como la situación en que nos movemos nos resulta cada vez más insoportable, hay un imperioso deseo de cambio, que expresamos a pie de mostrador en cualquier bar, donde exponemos las medidas que, según cada uno, se debían de tomar para arreglar esto. También podemos verlo en las redes sociales con los mensajes que allí se vuelcan llenos de rabia, de razones sincopadas y de faltas de ortografía y en las calles de nuestras ciudades en forma de protestas contra esto o aquello, coreando eslóganes insultantes e interrumpiendo el tráfico.

Todos andamos señalando lo que otros  ─el gobierno, los bancos, los sindicatos, los partidos o la patronal─ tienen que cambiar, pero quizás no haya muchos que se planteen a sí mismos lo que deben cambiar en sus vidas.

El tiempo de Cuaresma que ha comenzado, nos dice la Iglesia que es tiempo de conversión, de cambio, de reflexión, de penitencia, de poner al día nuestra fe. Los que se confiesan creyentes, en muchos casos, cuando hablan de la fe se refieren a verdades más o menos aceptadas y compartidas, pero con escasa influencia en su vida de cada día. Otros reducen la fe cristiana a costumbres, ritos, obligaciones puntuales, quizás una ética o una ideología.

Benedicto XVI en su mensaje para esta Cuaresma nos dice que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida.

El gran acontecimiento que puede cambiar nuestra vida es creer en Jesucristo, que se hizo hombre como nosotros y nos aseguró que Dios, más grande que todo el universo que Él mismo creó, nos ama y se preocupa de nosotros. No somos para Dios una especie más a la que trata de salvar como si fuera un ecologista. Nos ama con amor de Padre y nos conoce a cada uno por su nombre.

La fe es un don de Dios que el hombre puede acoger o rechazar, si lo acoge y entra en relación amorosa con Dios, amarlo no es un mandamiento sino una respuesta libre y agradecida, que nos abre a amar todo lo que Dios ama, es decir, a todos los hombres y a cada uno de ellos.

La fe nos lleva al amor al prójimo, a la caridad, que es mucho más que dar algo de lo que nos sobra. La caridad nos urge a padecer con todos los que padecen, a sufrir con todos los que sufren, a alegrarnos con todos los que se alegran, a llorar con todos los que lloran.

Este es el gran cambio que el mundo, y España, necesitan: que nos convirtamos de nuestros pecados de soberbia, de codicia, de lascivia, de egoísmo, y pongamos todo nuestro empeño en terminar con la injusticia, la opresión, la falsedad, la corrupción, que todos padecemos pero que también causamos.

No vale señalar el mal en los demás si nosotros no nos disponemos a erradicarlo de nosotros mismos. Lo mismo que Dios es misericordioso con nosotros, nosotros tenemos que tener misericordia de los demás. Esto es mucho más que ética, mucho más que filantropía.

 Si decimos que tenemos fe y no buscamos activamente el bien del prójimo somos unos  embusteros, pero si pensamos que podemos superar el mal con nuestras propias fuerzas, que no necesitamos a Dios y que todo es cuestión de medidas políticas para mantener el estado de bienestar, estamos equivocados.

Francisco Rodríguez Barragán




 

sábado, 9 de febrero de 2013

Una tarea ineludible: poner al día nuestra fe



Todas las personas creen en algo, tienen fe en algo: en la vida, en su cónyuge, en sus padres, en sus amigos, en sí mismos, aunque no tengan una total evidencia ni demostración lógica de las convicciones y confianzas en las que vive y aunque algunas de sus creencias resulten fallidas. Alguien que viviera sin confiar en nada ni en nadie, se sentiría profundamente desgraciado.

Forma parte de nuestra naturaleza confiar en los que nos rodean y tal confianza hace posible la convivencia. Sin duda que en más de una ocasión nos veremos engañados y decepcionados o engañaremos y decepcionaremos a otros. Todos quisiéramos tener una confianza absoluta en algo o en Alguien que diera firmeza a nuestra vida y colmara nuestras ansias de felicidad.

Si nos interrogamos a nosotros mismos sobre las incómodas preguntas acerca del origen de nuestro existir y el destino de nuestra vida, tendríamos que abrirnos a la transcendencia. Más allá de nuestro diario acontecer, hecho de gozos y dolores, de felicidad y sufrimiento, necesitamos un sentido para nuestra vida. Necesitamos la fe.

Preferimos la verdad a la mentira, la bondad a la maldad, el amor al odio, la belleza a la fealdad, aunque a veces optemos por la mentira, la maldad, el odio o la fealdad, si creemos que ello nos va a reportar algún placer y es que nuestra naturaleza está dañada por el mal, del que quisiéramos vernos libres.

Encontrar el verdadero sentido de nuestra vida y vernos libres del mal, podemos conseguirlo mediante la fe en Jesús, Hijo de Dios, que irrumpe en la historia y con su vida, muerte y resurrección, nos incorpora a su propia vida, nos revela al Padre que nos ama y ordena a los que le siguen que difundan la buena noticia, el evangelio, a todo el mundo.

Pero muchos de los que nos decimos cristianos no evangelizamos a nadie. Se nos puede conocer por algunas actitudes ideológicas, algunas posturas políticas, por nuestras labores asistenciales o nuestras manifestaciones exteriores de religiosidad, pero no transmitimos el entusiasmo de sentirnos perdonados y salvados por Jesús, realmente vivo y presente en su Iglesia.

Están los que combaten la idea de Dios para afirmar al hombre como único responsable de su destino, están los que no quieren saber nada de Dios para no tener que convertirse y estamos los que hacemos poco o nada por anunciar a las personas que nos rodean la buena noticia de Jesús.

Ante una creciente descristianización de nuestra sociedad, es necesaria una nueva evangelización, pero para poder evangelizar necesitamos poner al día nuestra fe.

Benedicto XVI ha convocado el año de la fe para que los cristianos adormecidos, cómodos o indiferentes, acojamos y reavivemos el don de la fe que recibimos en la Iglesia, valioso regalo de Dios que no podemos desaprovechar.

Tenemos a nuestra disposición el Catecismo de la Iglesia Católica, el magnífico legado que nos dejó Juan Pablo II, para poner manos a la obra.

Francisco Rodríguez Barragán