La corrupción es el tema,
presente hasta la nausea, que ocupa las páginas de los periódicos y los
espacios televisivos. Como, de forma simultánea, las medidas del gobierno
resultan bastante impopulares, está servido el caldo de cultivo de la protesta
callejera, debidamente atizada por los especialistas de agit-pro, los
furibundos ataques de la oposición y la sensación de que podemos estar al borde
del estallido social o del derrumbamiento del sistema.
Desde el punto de vista de las
leyes penales, de las que los políticos se zafan con facilidad, sólo son las
personas quienes pueden cometer delitos pero nunca los entes colectivos que,
según dicen las normas del derecho, no pueden delinquir. La corrupción de los
partidos, de los sindicatos, de las empresas, de los gobiernos estatal,
autonómico o municipal, no parece existir, aunque puedan ser imputados y
condenados algunos de sus dirigentes.
No sería ocioso preguntarse si
la corrupción es efectivamente el problema de algunas personas de conducta
desviada, pero que no afecta al sistema o si es la vida del propio sistema la
que se ha corrompido y produce corrupción.
Si el problema se reduce a
corrupciones individuales podría erradicarse a través de la una justicia libre,
imparcial y rápida, lo que me parece mucho pedir pues hay que desconfiar de que
se cumplan las tres notas indicadas: libre, imparcial y rápida.
Pero si el problema es el
propio sistema, ¿quién podrá regenerarlo? Damos por supuesto que vivimos en una
democracia, que es el mejor sistema posible y que la soberanía nacional reside
en el pueblo español ¿seguro? Votamos cada cuatro años a unas listas cerradas y
bloqueadas, pero el verdadero elector es el jefe de cada partido que coloca en
los primeros puestos de la candidatura a quienes él quiere que salgan. Del
cumplimiento de programas electorales, mejor no hablar.
Decimos que la democracia nos
permite gozar de una larga serie de libertades, pero nuestra capacidad de
elegir lo que nos interesa no resulta nada clara, es más, nos vamos
acostumbrando a que otros decidan por nosotros y no en cosas baladíes sino en
otras tan importantes como la familia, la educación para la ciudadanía, el
contenido de la enseñanza en todos sus niveles, las condiciones de trabajo,
nuestro dinero, etc. Es el famoso estado del bienestar, que pretender cuidarnos
desde la cuna a la tumba, pero que está haciendo aguas.
Escuché hace poco a quien decía
que en un estado de derecho, cuando un ciudadano decide hacer algo consulta la
ley, aquí se pregunta: ¿con quién hay que hablar?
Autorizar una urbanización,
modificar un plan para que los edificios tengan alguna altura más, conseguir la
adjudicación de obras o servicios, conseguir subvenciones, ayudas o
privilegios, ¿no son ocasiones de corrupción? ¿Son tan solo personas
individuales los que se han dejado sobornar o las que han cobrado el tres por
ciento famoso?
La naturaleza humana y sus
obras están lastradas por el problema del mal, del pecado, decimos los
cristianos, aunque sea políticamente incorrecto. Pero está claro que hay
soberbia, avaricia, envidia, injusticia, rencor y odio en buena parte del
acontecer tanto personal como político. ¿Podemos convertirnos?
Si solo tenemos miedo del
código penal, los que puedan buscarán la impunidad, la prescripción y en último
término el indulto. Todo esto resulta triste y decepcionante. ¿Qué esperanza
nos queda?
Francisco Rodríguez Barragán