jueves, 8 de enero de 2015

Qué poco sé de economía


Dado lo poco que sé de casi todo, es aventurado que ande cada semana escribiendo un artículejo. Pero pensar sobre qué escribir, me mantiene activo el cerebro, en una especie de terapia contra mi vejez que avanza inexorable.

Hoy estoy dándole vueltas a todas las noticias que aseguran que está resuelto el problema económico, que hemos salido de la crisis y que según los arcanos indicadores económicos vamos a empezar a crecer.

Pero la realidad que palpo es que hay muchas personas en paro, en especial los jóvenes que con un título bajo el brazo no saben si marcharse al extranjero o seguir presentando sus currículos aquí y allá, mientras viven a costa de sus padres y esperan, quizás,  que llegue a gobernar el tal Iglesias y se instaure una renta básica para cada español.

Una de mis manías de viejo es leer las etiquetas de todas las cosas que compro o me regalan mis hijos, no tanto para saber detalles técnicos o cómo han de lavarse las prendas de ropa, sino el sitio donde han sido fabricadas y me encuentro con que muchos artículos, con marca española y vendidos en grandes almacenes españoles, están fabricados en China, Taiwán o Bangladesh.

Debe ser cosa de la globalización y de las sacrosantas leyes del mercado. Si en esos países es más barata la producción de cualquier artículo que en España, pues allí se encarga y aquí se vende.

Pero me da por pensar que todas esas cosas podrían hacerlas los españoles, en fábricas españolas, que seguramente cerraron por no poder competir con la productividad de los países de Asia.

Parece que estamos quedando para montar la gran industria de los bares de tapas, ya que son muy agradables nuestras terrazas. Bueno, nuestra agricultura parece bastante productiva: el aceite, las frutas y hortalizas de invernaderos, ¡ah! y nuestros vinos se venden bien. Recuerdo todos aquellos vaivenes que nos imponían desde Bruselas de arrancar olivos y vides o matar vacas o plantar girasoles para cobrar subvenciones, que creo se siguen cobrando por el aceite.

Sin duda ahora Europa nos presta dinero más barato, pero lo importante sería que no tuviéramos que pedir prestado. La norma de no gastar más de lo que se gana, o se recauda, y no pedir prestado no parece formar parte de las preocupaciones de nuestras administraciones, incluidas las domésticas, que no sé por qué siempre tienen que arrojar déficit, deudas que habrán de pagar nuestros nietos.

Dicen que aumenta el número de millonarios españoles y pienso que serán, sin duda, los que saben manejarse en ese mercado libre donde se puede comprar trabajo más barato que en España.

Los puzles de madera que nos venden desde Finlandia ¿no podrían hacerlos los españoles? Es difícil encontrar un buen ebanista que nos haga un mueble, para toda la vida, ni un electrodoméstico cuya vejez no esté programada para tener que sustituirlo, pasados unos pocos años...

¿Para qué seguir? Con lo dicho queda demostrado lo poco que sé de economía, a pesar de todas las explicaciones que nos dan los políticos… y los economistas.

Les deseo una feliz Navidad.

Francisco Rodríguez Barragán







 

Todos podemos mejorar


Cuando un año comienza sentimos un vago deseo de hacer cosas que hemos ido dejando sin hacer en el año anterior. Hay también una cierta aprensión acerca de lo que pueda traer a nuestras vidas. ¿Será mejor o peor? ¿Encontraré trabajo, conservaré el que tengo? ¿Cómo será? ¿Seguiremos hablando de crisis, de corrupción, de riesgos electorales?

Quizás no debamos esperar demasiado de la política, el mercado, la deuda, la prima de riesgo, los índices de crecimiento y toda esa palabrería que hemos estado escuchando en los últimos años sin llegar a comprenderla.

Sin dejar de tener esperanza en que las cosas puedan mejorar, podríamos empezar por mejorar cada uno de nosotros. Si ponemos tesón en hacerlo cada día, habremos aportado nuestro granito de arena al cambio que necesitamos.

Pero ¿en qué podemos mejorar? Parece evidente que padecemos las consecuencias de un persistente egoísmo generalizado, egoísmo que lleva a unos a corromperse, a otros a amasar fortunas, a otros a padecer las consecuencias. Hemos leído que ha aumentado notablemente el número de millonarios españoles, no sé si a pesar de la crisis o gracias a la crisis, al mismo tiempo que se da un aumento insoportable de la pobreza.

Cada vez que se habla de esto, de forma inmediata, señalamos a otros como culpables mientras nos consideramos inocentes. Pero realmente ¿lo somos? La gente común, la que no tiene cargos ni sale en los periódicos ¿no estamos tocados también del egoísmo, del deseo de tener más, de aprovechar la ocasión, si se presenta, sin pensar en los demás? Acaso ¿no podríamos ser voluntariamente más austeros ya que otros tienen que serlo a la fuerza?

Si cada uno nos esforzamos por hacer las cosas mejor, por rendir más, por entender nuestro trabajo como servicio al prójimo, por ser mejores jefes o mejores subordinados, mejores estudiantes, mejores ciudadanos.

Si nos dedicamos a construir nuestras familias de tal manera que los esposos, los padres, los hijos, se sientan integrados en una comunidad de amor, de respeto, de colaboración, donde los egoísmos y los enfrentamientos estén proscritos.

Si tratamos las cosas comunes, en nuestra comunidad de vecinos, en nuestro barrio, en nuestra ciudad, con el mismo o más cuidado que dedicamos a las propias.

Si somos capaces de aprovechar nuestro tiempo de forma útil para nosotros y los demás, quizás tendremos que disciplinar nuestra afición a los inventos electrónicos para que no nos alejen del trato directo con la familia, los amigos, los compañeros.

Si estamos dispuestos a emplear nuestro tiempo libre en actividades que redunden en beneficio de la comunidad, a aproximarnos y compartir los problemas de los que sufren, en lugar de dar algo de lo que nos sobra, cuando nos lo piden en Navidad, pero sin contacto directo con los necesitados.

A pie de mostrador todos los españoles tenemos “soluciones” a todos los problemas que nos afligen, pero que deberían aplicarse desde el gobierno, desde la Comunidad Autónoma  o desde el ayuntamiento.

Lo que propongo, cuando comienza el año,  es el propósito de mejorar algo en la familia, en la profesión, en el barrio, en la ciudad, haciéndolo desde el amor y desterrando el egoísmo y la crítica inútil.

Francisco Rodríguez Barragán 






 

Buscando ser felices

 

Más allá de la publicidad multicolor, de las iluminaciones, del consumo compulsivo, la Navidad nos remueve el alma con un vago deseo de felicidad imposible. Sabemos que pasarán estos días y todo seguirá lo mismo, más o menos.

Abrazar a la familia o a los amigos, juntarnos para cenar o comer, nos parece que puede darnos algo de felicidad y lo repetimos un año tras otro, como una obligación ineludible, casi sagrada.

Deseamos ser felices, tenemos un deseo incolmable de felicidad. Quizás pensamos que teniendo esta cosa o aquella, viajando a tal o cual lugar, consiguiendo hacer realidad nuestros sueños, seremos felices, pero alcanzada cualquier meta, seguimos sintiendo un vacio interior, aunque no se lo confesemos a nadie. Buscamos un bien absoluto alcanzado el cual no volveríamos a tener sed.

Lo que nos recuerda cada Navidad es que existe Alguien que nos ama, hasta el punto de enviar a su Hijo al mundo para ser como un hombre cualquiera, crecer en una familia, juntar un grupo de amigos, anunciar la buena noticia de que somos amados por Dios, hijos de Dios. Era una luz que brillaba en el mundo, pero el mundo no lo recibió, lo colgó de una cruz hasta que expiró, pero volvió a la vida, se apareció a los suyos y les ordenó anunciar su mensaje al mundo entero, el mundo de todos los tiempos.

No nos podemos quedar con el niñito de la Navidad sin aceptar también al crucificado y al resucitado que sigue convocando a todos los hombres a experimentar el amor de Dios. San Agustín lo expresó maravillosamente: “nos hiciste, Señor,  para Ti y nuestro corazón estará inquieto mientras no descanse en Ti”.

Solo en Dios podremos encontrar la felicidad que buscamos, pero nos empeñamos en ir por otros caminos, alcanzarla por nosotros mismos, incluso pensamos que Dios, si existe, es un obstáculo a nuestra libertad.

Pero es precisamente la libertad lo que hemos recibido de Quien nos llamó a la existencia, para que libremente lo busquemos, lo reconozcamos y lo amemos.

¿Cómo amar a Dios? Pues amando a nuestros prójimos como a nosotros mismos, siempre que tengamos claro que amarnos a nosotros mismos es conseguir el pleno desarrollo de todas nuestras posibilidades y no el acumular cosas. Es más importante ser que tener.

Amar a Dios no nos quita de encima los problemas ni las preocupaciones, pero nos ayuda a situarlas en otra dimensión. Pase lo que pase Dios siempre quiere nuestro bien,  aunque no lo entendamos.

Una nueva Navidad, un nuevo año, una nueva oportunidad de orientar nuestra vida según Dios, un Dios que siempre respeta nuestra libertad, que quiere que participemos en su eterna bienaventuranza, pero si nos empeñamos en darle la espalda y en negarlo, seremos nosotros mismos los que nos excluyamos para siempre de su presencia.

Terminaré citando otra vez a San Agustín: ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían
.

Feliz Navidad.

Francisco Rodríguez Barragán