Cuando una situación se nos
hace intolerable pensamos en el cambio, ya sea de puesto de trabajo, de pareja
o de vivienda.
Si lo que se nos hace
intolerable es la situación política también suspiramos por el cambio, bien de
los gobernantes o del sistema y aunque todo cambio despierta nuevas ilusiones,
éstas se desvanecen con el paso del tiempo, incluso provocan un deseo de regreso
a tiempos anteriores, a las ollas de Egipto, como decían los judíos que seguían
a Moisés por el desierto en busca de una tierra prometida que parecía no llegar
nunca.
El grado de insatisfacción
aumenta en relación directa a las esperanzas que pusimos en el cambio y que resultan
fallidas. Descontentos de un gobierno incompetente, dimos la mayoría a otras
siglas que ofrecieron sacar al país de la deplorable situación en que se
encontraba, pero su oferta ha resultado engañosa, bien porque calibraron mal
los problemas que habían de afrontar o porque los programas electorales se
hacen para no cumplirlos, como dijo Tierno Galván.
Sobre la base del descontento
generalizado, pequeñas minorías radicales pretenden el cambio de política y de
régimen. Sueñan con provocar la disolución de las Cortes, la caída del gobierno
y de la jefatura del Estado. Siempre que el gobierno demuestre firmeza, nada
hay que temer de estos revoltosos, pero si la situación se les va de las manos
podemos entrar en una espiral de violencia que, sin duda, perjudicará ─ya está
perjudicando─ a la imagen de España ante las demás naciones, especialmente ante
Europa.
No podemos olvidar que todas
las revoluciones que se han producido en nuestro país, y en todo el mundo,
aunque se reclamen gloriosas, se impusieron por la fuerza, contra la voluntad
de parte de la población y terminaron en formas de gobierno insospechadas.
No es necesario comentar las
nuestras que llenan los siglos XIX y XX, de las que se sigue hablando y
discutiendo. El destronamiento de Isabel II para traer a un efímero Amadeo de
Saboya, la primera república, más efímera aún, la restauración canovista para
volver a los Borbones que se hunden en 1931, para dar paso a una república
convulsa, que hace exclamar a Ortega aquellos de “no es esto, no es esto” y que
desaparece en una guerra civil, para volver a instaurar una monarquía en la
persona que designó Franco.
La revolución marxista, que
tantas ilusiones despertó, se hundió bajo el peso de un negro pasado. Los
chinos, sin dejar de llamarse comunistas, se han convertido en voraces
capitalistas. Cuba continua fuera del tiempo con su interminable revolución castrista incapaz de salir de su escasez y
miseria.
La democracia es el mejor
método para evitar precisamente las revoluciones, pues el poder puede pasar de
unas manos a otras, de unos partidos a otros, de forma pacífica, según el
resultado electoral. Lo grave es que dejemos de creer en el sistema y busquemos
atajos para el cambio, como, por ejemplo, ganar en las algaradas callejeras lo perdido
en las urnas.
Estamos enfadados con la
situación pero ¡cuidado! No vayamos a optar por algo peor.
Francisco Rodríguez Barragán