martes, 30 de abril de 2013

Enfado ciudadano y deseos de cambio



Cuando una situación se nos hace intolerable pensamos en el cambio, ya sea de puesto de trabajo, de pareja o de vivienda.

Si lo que se nos hace intolerable es la situación política también suspiramos por el cambio, bien de los gobernantes o del sistema y aunque todo cambio despierta nuevas ilusiones, éstas se desvanecen con el paso del tiempo, incluso provocan un deseo de regreso a tiempos anteriores, a las ollas de Egipto, como decían los judíos que seguían a Moisés por el desierto en busca de una tierra prometida que parecía no llegar nunca.

El grado de insatisfacción aumenta en relación directa a las esperanzas que pusimos en el cambio y que resultan fallidas. Descontentos de un gobierno incompetente, dimos la mayoría a otras siglas que ofrecieron sacar al país de la deplorable situación en que se encontraba, pero su oferta ha resultado engañosa, bien porque calibraron mal los problemas que habían de afrontar o porque los programas electorales se hacen para no cumplirlos, como dijo Tierno Galván.

Sobre la base del descontento generalizado, pequeñas minorías radicales pretenden el cambio de política y de régimen. Sueñan con provocar la disolución de las Cortes, la caída del gobierno y de la jefatura del Estado. Siempre que el gobierno demuestre firmeza, nada hay que temer de estos revoltosos, pero si la situación se les va de las manos podemos entrar en una espiral de violencia que, sin duda, perjudicará ─ya está perjudicando─ a la imagen de España ante las demás naciones, especialmente ante Europa.

No podemos olvidar que todas las revoluciones que se han producido en nuestro país, y en todo el mundo, aunque se reclamen gloriosas, se impusieron por la fuerza, contra la voluntad de parte de la población y terminaron en formas de gobierno insospechadas.

No es necesario comentar las nuestras que llenan los siglos XIX y XX, de las que se sigue hablando y discutiendo. El destronamiento de Isabel II para traer a un efímero Amadeo de Saboya, la primera república, más efímera aún, la restauración canovista para volver a los Borbones que se hunden en 1931, para dar paso a una república convulsa, que hace exclamar a Ortega aquellos de “no es esto, no es esto” y que desaparece en una guerra civil, para volver a instaurar una monarquía en la persona que designó Franco.

La revolución marxista, que tantas ilusiones despertó, se hundió bajo el peso de un negro pasado. Los chinos, sin dejar de llamarse comunistas, se han convertido en voraces capitalistas. Cuba continua fuera del tiempo con su interminable revolución  castrista incapaz de salir de su escasez y miseria.

La democracia es el mejor método para evitar precisamente las revoluciones, pues el poder puede pasar de unas manos a otras, de unos partidos a otros, de forma pacífica, según el resultado electoral. Lo grave es que dejemos de creer en el sistema y busquemos atajos para el cambio, como, por ejemplo, ganar en las algaradas callejeras lo perdido en las urnas.

Estamos enfadados con la situación pero ¡cuidado! No vayamos a optar por algo peor.

Francisco Rodríguez Barragán





 

 

 

lunes, 22 de abril de 2013

El embarazo es cosa de dos, el aborto de una sola



La reforma de la ley del aborto, que prepara el gobierno, está siendo atacada furiosamente por la oposición, ya que para el sedicente “progresismo” izquierdista, la que ellos impusieron debía ser intocable pues era nada menos que una especie de gloriosa conquista social, que anulaba la de despenalización del aborto, que ellos mismos legislaron, para proclamar el aborto como un nuevo derecho de la mujer, una especie de emancipación de la esclavitud de ser mujer, de ser madre.

Para los que creemos que desde el momento de la concepción existe una persona viva, única e irrepetible, cuyo desarrollo podemos observar, el aborto nos parece rechazable y, su proliferación, uno de los grandes males que aquejan a nuestra sociedad. Es curioso que para nuestra conciencia ecológica sean protegibles los huevos de cualquier especie y perseguidos los que los destruyan, mientras el embrión humano pueda ser eliminado sin problema.

Pero para que se produzca un embarazo es necesario el concurso de un hombre y una mujer, mientras que no se haga realidad la horrible pesadilla de Huxley y los niños se fabriquen en serie, en sofisticados laboratorios, cada niño concebido es portador de cuarenta y seis cromosomas, veintitrés del padre y veintitrés de la madre.

No deja de ser curioso que el poderoso movimiento feminista acepte la notable desigualdad de que el varón, que embaraza a una mujer, quede exento de toda obligación y molestia, mientras que es la mujer la que debe decidir si mata al concebido o lo acepta.

La igualdad a la que parece haber tenido acceso la mujer es la de la conquista sexual del otro. Si antes el hombre utilizaba sus ardides para aparearse y disfrutar de todas las mujeres posibles, ahora quizás, muchas mujeres, ─emancipadas ellas─, hacen lo mismo. No entiendo que, si son capaces de reclamar igualdad en todos los ámbitos, acepten la situación vejatoria de que sean ellas las que tienen que ponerse en la molestia y el peligro de abortar.

La sexualidad para todos los seres vivos, incluido el hombre, tiene como finalidad primaria la procreación y aunque se hayan popularizado los más variados métodos anticonceptivos para evitarla y gozar del placer sin responsabilidades, no hay duda de que la fuerza generadora de nuevas vidas sigue actuando. Lo grave es que se piense en el aborto como un método anticonceptivo más, matando al concebido mientras se desarrolla y crece.

Las dos personas que se unieron, aunque fuera solo para el placer de utilizarse el uno al otro como juguete, si generan una nueva vida, deben de ser ambos responsables de ella. 

La mayor injusticia es la muerte de un inocente, que ha sido llamado a la existencia por la acción de dos personas, que deben responder de sus actos, pero  también me parece injusto que sea la mujer la que cargue con toda la responsabilidad, mientras que el varón queda exento de todo.

Esta situación es la que habría que cambiar radicalmente, ya que es la más odiosa manifestación del machismo tolerado por las mujeres.

Francisco Rodríguez Barragán



 

miércoles, 17 de abril de 2013

Derechos del niño ¿para qué niños?


Me parece razonable el rechazo social ante un padre que asesina a sus hijos, pero cuando es la madre la que termina con sus criaturas mediante el aborto, la sociedad mira para otro lado, no se inmuta. El caso del abortista carnicero americano que clava las tijeras en la médula espinal de los niños que sobreviven al aborto, apenas si tiene repercusión mediática y el doctor Morín en España sale absuelto por no sé qué argucias legales.

En el año 1959 la Asamblea de la ONU formuló su declaración de los derechos de los niños, derechos de los que no podrán gozar nunca los millones de niños eliminados antes de nacer por las iniciativas de la misma ONU, impulsora de políticas antinatalistas, de legalización de la anticoncepción y del aborto, de aplicación de normas eugenésicas para la eliminación de los concebidos que puedan tener alguna minusvalía. Todo ello envuelto en los términos hipócritas y eufemísticos de promoción de la salud sexual y reproductiva.

El informe del Instituto de Política Familiar pone de manifiesto el crecimiento imparable del aborto en España con más de 118.000 abortos en el 2011, es decir, un aborto cada 4 minutos, 14 cada hora, 324 cada día. Desde 1985 se han producido casi un millón setecientos mil abortos, lo cual está  incidiendo en la estructura poblacional, convirtiéndonos en un país envejecido que hará inviable, por ejemplo, nuestro sistema de seguridad social a muy corto plazo.

Más grave que la crisis económica es la crisis de valores que padecemos. Es alucinante que, para gran parte de la población, matar a una criatura inocente en el vientre de su madre, haya pasado de ser un delito a ser un derecho, según las nefastas leyes del gobierno anterior, que el actual no deroga ni modifica, a pesar de su mayoría absoluta.

Según el informe antes citado, uno de cada tres abortos ha sido precedido de otros abortos anteriores. Una sexualidad irresponsable lleva a considerar el aborto como un método anticonceptivo más. Si una ley autoriza esta conducta, todo parece legal y permitido. Los niños en gestación son eliminados con la misma tranquilidad que es ahogada una camada de gatitos.

La declaración de la ONU decía que el niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación y que para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad necesita de amor y comprensión. Pero tales cosas parecen reservadas a los niños que sus madres deciden tener, quizás a una edad inadecuada, pero no a los niños que engendraron en momentos de placer, de los que había que deshacerse para que no les complicaran la vida.

Pero el negocio de la contracepción y el aborto es poderoso, mueve millones y cuenta con medios para convencer a la población de cualquier cosa, apelando a la “necesidad de reducir la población para salvar el planeta,” a la emancipación de la mujer, cuya igualdad queda en entredicho con la molestia del embarazo, la salud sexual y reproductiva y el grito aquel de “nosotras parimos, nosotras decidimos.” El varón se va desdibujando: en el placer le parece estupenda su irresponsabilidad y en la generación resulta a menudo innecesario, ya que puede suplirse con cualquier donante de esperma.

¿Este es el mundo que deseamos? Hay dos caminos: uno lleva a la destrucción y la muerte, el otro a la vida, quizás estemos aún a tiempo de reaccionar, si queremos.

Francisco Rodríguez Barragán



 


 

No es suficiente la justicia para cambiar la sociedad


Estamos saturados de noticias, comentarios o campañas, acerca de delitos de corrupción, cohechos, malversaciones, estafas o fraudes en la gestión económica de las más variadas entidades. No sé si la gente sigue con atención la instrucción de los procesos y diligencias judiciales, imputaciones, declaraciones, fianzas, apelaciones y recursos. Quizás sólo les llega el fragor de estas contiendas y la convicción de todos los políticos son culpables. Las encuestas del CIS señalan a la clase política como problema importante, junto al paro y la economía.

Pasan más desapercibidos aquellos políticos que, sin duda, se esfuerzan por prestar a la sociedad el servicio para el que fueron elegidos. Nuestra capacidad para distinguir el bien y el mal, lo bueno y lo malo, la utilizamos más a menudo para señalar las maldades del prójimo, especialmente si este prójimo ha sido señalado por la opinión publicada como culpable.

No deja de ser curioso que se hable tanto de la presunción de inocencia, que todos dicen defender,  pero que en realidad es una presunción de culpabilidad, con pena de telediario. Antes de que los tribunales se pronuncien, el imputado casi siempre ya ha sido condenado por la sociedad, inducida por los medios de comunicación.

Nuestro Código penal es un enorme mamotreto con más de seiscientos artículos que tipifican las conductas que deben ser objeto de penas y sanciones. Los que hacen el mal deben ser castigados y cuando alguien es enviado a prisión pensamos que se ha hecho justicia.

Pero a pesar de su volumen el código penal solo recoge determinados delitos y faltas, que nuestros legisladores consideraron necesarios para restablecer el orden social amenazado o resarcir a los injustamente maltratados en su persona o bienes, castigando a las personas que actuaron en forma dolosa y criminal, con todos sus agravantes y atenuantes.

La mayoría de las personas, afortunadamente, no nos vemos amenazadas por el código penal, pero no por ello actuamos siempre de forma ejemplar. Todos preferimos la verdad a la mentira, nos enfadamos si alguien nos miente, pero buscamos las más variadas justificaciones a nuestros propios embustes; preferimos la equidad al abuso, la virtud al vicio, la seriedad al desmadre, la fidelidad a la traición, etc. Pero no siempre somos justos y equitativos en nuestras relaciones con los demás, justificamos nuestros vicios, nuestras infidelidades, incluso nuestros abusos; quizás somos avaros, codiciosos, envidiosos, lujuriosos o vagos. Los tribunales no nos sancionaron por estas cosas pero no podemos sentirnos justificados ante nosotros mismos ni ante Dios.

Ya sé que no lleva mucho hablar de pecado ni de perdón, pero los delitos que persigue la justicia son también pecados. El viejo precepto de no hacer a otro lo que no quieras que te hagan ¿acaso está abolido? Necesitamos entrar dentro de nosotros mismos para ver nuestros fallos, hacer propósito de la enmienda y pedir perdón. No es suficiente la labor de todos los tribunales, si no cambiamos nuestras actitudes personales, tampoco cambiará nuestra sociedad.

Francisco Rodríguez Barragán





 


 

Necesitamos ser salvados


Durante la Semana Santa desfilan por nuestras calles las dramáticas imágenes de Cristo juzgado, azotado, coronado de espinas, cargado con la cruz y muerto en ella, perdonando a sus verdugos, y las no menos dramáticas imágenes de María, junto a la cruz, con Jesús muerto en sus brazos o llorando su amargura, su soledad, su dolor. A lo largo del recorrido la gente mira a los encapuchados penitentes, oye el redoblar de los tambores, el agudo sonido de las cornetas, y la vistosidad de los tronos en los que las imágenes se muestran a nuestra contemplación.

Es como una gran representación popular de la muerte de Cristo que parece cerrarse con el Santo Entierro, pero la escena final, la que le da un sentido, la que convalida el valor de esta vida y esta muerte, es la resurrección. Como dice San Pablo: si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe y permanecéis en vuestro pecado.

La gran tragedia del hombre es el pecado aunque, como advirtió hace tantos años Pio XII, cada vez haya menos conciencia de ello. Hablar de pecado no es políticamente correcto y a fuerza de no mentarlo puede parecer que no existe. Pero basta mirar a nuestro mundo y podemos ver las guerras, los constantes enfrentamientos aquí o allá, el hambre, el crimen, la corrupción, las crisis de la economía, de la familia, de la convivencia. No son cosas que se produzcan por causas naturales como los terremotos, los volcanes o el mal tiempo, nacen del pecado de unos y otros, del odio, de la avaricia, de la lujuria, de la envidia, de la codicia, del hedonismo o el consumismo que se buscan como sucedáneos de la felicidad.

Necesitamos ser salvados de nuestra situación de pecadores y de tal manera amó Dios al mundo, que dio su único Hijo, para que todo el que creyere en Él no perezca sino que tenga vida eterna.

Muchos han venimos ofreciendo como solución a los problemas del mundo el cambio más o menos violento de las estructuras sociales, pero tales cambios no pueden erradicar el pecado del corazón del hombre.

Es Cristo, el Hijo de Dios, el que ha tomado sobre sí todos los pecados del mundo, aceptando la muerte por nosotros, en lugar de nosotros. La resurrección es la prueba de su divinidad. Fue ejecutado por blasfemo ya que las autoridades judías no podía aceptar que se proclamara Hijo de Dios, pero su vuelta a la vida glorioso acreditó que Él era la verdad y verdad sus palabras y sus promesas, ineludibles sus mandatos de amor, de unidad, de anuncio al mundo entero de la buena noticia de que estamos salvados, si creemos en Él y en el Padre que por amor nos lo envió.

Cumplió su promesa de quedarse siempre con nosotros en la Eucaristía y en su Iglesia. Cumplió su promesa de enviarnos la ayuda permanente del Espíritu Santo que puede transformarnos de pecadores en santos, siempre que estemos dispuestos a acoger sus dones,  seguir sus inspiraciones,  atender sus llamadas.

Cristo resucitado y glorioso nos garantiza nuestra propia resurrección a una vida bienaventurada,  si creemos en Él y lo seguimos. ¡Feliz Pascua!

Francisco Rodríguez Barragán






 

 

 

Diferentes y desiguales


La naturaleza nos hace diferentes, cada persona es distinta de todas las demás, no estamos fabricados en serie como en el Mundo Feliz de Huxley pero la sociedad nos hace desiguales, por más que se proclame la igualdad en la Declaración de los derechos del hombre de la Revolución Francesa, en la declaración de los Derechos Humanos o en los textos constitucionales de tantos países.

A cualquier época a la que nos remontemos encontramos siempre la desigualdad: amos y esclavos, señores y siervos, nobles y plebeyos,  grandes y pequeños, propietarios y proletarios.

Las diferencias hacen que podamos complementarnos, aportando cada cual sus propias cualidades y talentos. De la diferencia entre hombres y mujeres nace la atracción amorosa, la procreación, la familia. Las diferencias en edad hacen que cada generación transmita a la siguiente el caudal de sus conocimientos, saberes y valores.

Las desigualdades, en cambio, provocan una permanente situación de inestabilidad, lo que obliga constantemente a buscar nuevas formas de organización social y económica, sin que en ninguna  haya logrado la supresión o superación de las desigualdades económicas y por tanto sociales.

Los ensayos igualitaristas no han logrado acabar con la existencia de una clase social reducida y poderosa y una mayoritaria clase de personas cuya vida depende de conseguir un trabajo y un salario, en el sistema de producción en manos de la otra clase. El sistema implantado por los marxistas eliminó a la clase dirigente que controlaba la economía, pero generó otra clase dirigente peor e ineficiente, basta leer Rebelión en la granja de Orwell, para comprender el mecanismo.

El capitalismo con sus dogmas liberales de la mano oculta reguladora de los mercados, de la libertad y la competencia, de que de la búsqueda de ganancia de cada uno resulta la prosperidad de todos, ha tenido más éxito, ha crecido en un mundo globalizado y es cada vez más fuerte. Claro que aquello de la libertad y la competencia se ha transmutado en oligopolios, los mercados son regulados por la mano de los que manejan las grandes finanzas, se producen crisis periódicas que perjudican a países enteros y la alianza entre políticos y financieros es evidente.

El capitalismo inventó, de la mano de la social-democracia, lo del estado del bienestar para mantener en calma a los ciudadanos a los que se les ofrecía la protección del estado “desde la cuna a la tumba”, sanidad y educación gratuita, prestaciones para todas las contingencias y elecciones periódicas para elegir a los políticos, pero no a los prebostes de las finanzas. Esta argucia del capitalismo ha entrado en crisis y cada vez dudamos más de que sea sostenible.

La inestabilidad de la desigualdad está a la vista. Las cesiones de soberanía a entidades supranacionales resultan problemáticas por irreversibles. Se anuncia el fin de la recesión para una fecha, pronto sustituida por otra más lejana, pero en realidad no sabemos nada.

Quizás haya que cambiarlo todo, pero sin duda lo nuevo que llegue tampoco resolverá el problema de la desigualdad. ¿Somos, al menos, iguales ante la ley, ante los jueces y tribunales?

Francisco Rodríguez Barragán

 





 

Hablar de cambios en la Iglesia es hablar de conversión


Resulta cansino escuchar una y otra vez a los que aconsejan a la Iglesia los cambios que, según ellos, tendría que hacer si quiere conseguir clientela. Como muchos templos están vacíos y hay pocas vocaciones, proponen que, al igual que hacen los comercios en este tiempo de crisis, que abaratan sus artículos,  que la Iglesia ofrezca también un evangelio rebajado, sin exigencias ni cruz, un mensaje que sea fácilmente digerible para una sociedad comodona y hedonista.

La Iglesia efectivamente necesita cambios, pero en sentido contrario al que nos proponen estos aconsejadores. Para las jerarquías de la Iglesia y para todos los que formamos parte de ella, se nos propone un cambio que se llama conversión, es decir, seguir las huellas y las enseñanzas de Cristo, examinar nuestro corazón por si nos hemos desviado del camino que nos propuso: si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga.

No hay posibilidad de rebaja. Los cristianos tenemos que anunciar el evangelio íntegro y vivirlo en su totalidad para que nuestra oferta sea creíble.  San Pablo ya nos exhortó a no acomodarnos al mundo presente sino a distinguir cuál sea la voluntad de Dios y el mismo Cristo ya nos advirtió que si el mundo nos odia, antes lo odió a él. Por tanto no se trata de componendas con el mundo, como tantos proponen, sino de anunciar al mundo el evangelio, con sus milagros, sus signos, sus bienaventuranzas, pero también la inicua persecución y muerte de Jesús por no acomodarse a lo que esperaban los fariseos, el sanedrín de los judíos o Pilatos el gobernador romano, pero también su resurrección. Los cristianos no recordamos a un muerto sino a Alguien que vive y fundamenta nuestra esperanza.

El Papa Francisco ha indicado que para la Iglesia es necesario caminar, construir y confesar. Quienes caminan no están cómodamente sentados, se esfuerzan en ir a todo el mundo y proclamar el evangelio. Quizás estemos demasiados cristianos paralíticos, quizás creamos que evangelizar es cosa de los que se van a misiones en lugar de tener claro que tenemos que evangelizar a nuestra familia, nuestra profesión, nuestros vecinos, nuestro barrio. Benedicto XVI nos urgió a una nueva evangelización.

También los cristianos tenemos que construir en el mundo espacios de colaboración, de entendimiento, de justicia, de amor. Pero puede construirse sobre la arena de la opinión pública, de las doctrinas de moda, de las recetas políticas o de los manuales de autoayuda o construir sobre la piedra que rechazaron los arquitectos y vino a ser la piedra angular, la roca firme: Cristo.

Como dice San Pablo tenemos que confesar a Cristo crucificado; escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombre, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres. Para los cristianos Cristo crucificado es algo mucho más importante que un paso procesional.    

Cada Papa recibe la misma misión que Cristo confió a Pedro: confirmar en la fe a sus hermanos, cimentar la Iglesia, custodiar el depósito de la fe para poder transmitirla con toda fidelidad a lo largo del tiempo, hasta que Él vuelva. Es lo que sin duda hará nuestra Papa Francisco.

Francisco Rodríguez Barragán