miércoles, 17 de abril de 2013

Necesitamos ser salvados


Durante la Semana Santa desfilan por nuestras calles las dramáticas imágenes de Cristo juzgado, azotado, coronado de espinas, cargado con la cruz y muerto en ella, perdonando a sus verdugos, y las no menos dramáticas imágenes de María, junto a la cruz, con Jesús muerto en sus brazos o llorando su amargura, su soledad, su dolor. A lo largo del recorrido la gente mira a los encapuchados penitentes, oye el redoblar de los tambores, el agudo sonido de las cornetas, y la vistosidad de los tronos en los que las imágenes se muestran a nuestra contemplación.

Es como una gran representación popular de la muerte de Cristo que parece cerrarse con el Santo Entierro, pero la escena final, la que le da un sentido, la que convalida el valor de esta vida y esta muerte, es la resurrección. Como dice San Pablo: si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe y permanecéis en vuestro pecado.

La gran tragedia del hombre es el pecado aunque, como advirtió hace tantos años Pio XII, cada vez haya menos conciencia de ello. Hablar de pecado no es políticamente correcto y a fuerza de no mentarlo puede parecer que no existe. Pero basta mirar a nuestro mundo y podemos ver las guerras, los constantes enfrentamientos aquí o allá, el hambre, el crimen, la corrupción, las crisis de la economía, de la familia, de la convivencia. No son cosas que se produzcan por causas naturales como los terremotos, los volcanes o el mal tiempo, nacen del pecado de unos y otros, del odio, de la avaricia, de la lujuria, de la envidia, de la codicia, del hedonismo o el consumismo que se buscan como sucedáneos de la felicidad.

Necesitamos ser salvados de nuestra situación de pecadores y de tal manera amó Dios al mundo, que dio su único Hijo, para que todo el que creyere en Él no perezca sino que tenga vida eterna.

Muchos han venimos ofreciendo como solución a los problemas del mundo el cambio más o menos violento de las estructuras sociales, pero tales cambios no pueden erradicar el pecado del corazón del hombre.

Es Cristo, el Hijo de Dios, el que ha tomado sobre sí todos los pecados del mundo, aceptando la muerte por nosotros, en lugar de nosotros. La resurrección es la prueba de su divinidad. Fue ejecutado por blasfemo ya que las autoridades judías no podía aceptar que se proclamara Hijo de Dios, pero su vuelta a la vida glorioso acreditó que Él era la verdad y verdad sus palabras y sus promesas, ineludibles sus mandatos de amor, de unidad, de anuncio al mundo entero de la buena noticia de que estamos salvados, si creemos en Él y en el Padre que por amor nos lo envió.

Cumplió su promesa de quedarse siempre con nosotros en la Eucaristía y en su Iglesia. Cumplió su promesa de enviarnos la ayuda permanente del Espíritu Santo que puede transformarnos de pecadores en santos, siempre que estemos dispuestos a acoger sus dones,  seguir sus inspiraciones,  atender sus llamadas.

Cristo resucitado y glorioso nos garantiza nuestra propia resurrección a una vida bienaventurada,  si creemos en Él y lo seguimos. ¡Feliz Pascua!

Francisco Rodríguez Barragán






 

 

 

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