Durante la Semana Santa
desfilan por nuestras calles las dramáticas imágenes de Cristo juzgado,
azotado, coronado de espinas, cargado con la cruz y muerto en ella, perdonando
a sus verdugos, y las no menos dramáticas imágenes de María, junto a la cruz,
con Jesús muerto en sus brazos o llorando su amargura, su soledad, su dolor. A
lo largo del recorrido la gente mira a los encapuchados penitentes, oye el
redoblar de los tambores, el agudo sonido de las cornetas, y la vistosidad de los
tronos en los que las imágenes se muestran a nuestra contemplación.
Es como una gran representación
popular de la muerte de Cristo que parece cerrarse con el Santo Entierro, pero la
escena final, la que le da un sentido, la que convalida el valor de esta vida y
esta muerte, es la resurrección. Como dice San Pablo: si Cristo no ha resucitado vana
es nuestra fe y permanecéis en vuestro pecado.
La gran tragedia del hombre es
el pecado aunque, como advirtió hace tantos años Pio XII, cada vez haya menos
conciencia de ello. Hablar de pecado no es políticamente correcto y a fuerza de
no mentarlo puede parecer que no existe. Pero basta mirar a nuestro mundo y
podemos ver las guerras, los constantes enfrentamientos aquí o allá, el hambre,
el crimen, la corrupción, las crisis de la economía, de la familia, de la
convivencia. No son cosas que se produzcan por causas naturales como los
terremotos, los volcanes o el mal tiempo, nacen del pecado de unos y otros, del
odio, de la avaricia, de la lujuria, de la envidia, de la codicia, del
hedonismo o el consumismo que se buscan como sucedáneos de la felicidad.
Necesitamos ser salvados de
nuestra situación de pecadores y de tal manera amó Dios al mundo, que dio su
único Hijo, para que todo el que creyere en Él no perezca sino que tenga vida
eterna.
Muchos han venimos ofreciendo
como solución a los problemas del mundo el cambio más o menos violento de las
estructuras sociales, pero tales cambios no pueden erradicar el pecado del
corazón del hombre.
Es Cristo, el Hijo de Dios, el
que ha tomado sobre sí todos los pecados del mundo, aceptando la muerte por
nosotros, en lugar de nosotros. La resurrección es la prueba de su divinidad.
Fue ejecutado por blasfemo ya que las autoridades judías no podía aceptar que
se proclamara Hijo de Dios, pero su vuelta a la vida glorioso acreditó que Él
era la verdad y verdad sus palabras y sus promesas, ineludibles sus mandatos de
amor, de unidad, de anuncio al mundo entero de la buena noticia de que estamos
salvados, si creemos en Él y en el Padre que por amor nos lo envió.
Cumplió su promesa de quedarse
siempre con nosotros en la Eucaristía y en su Iglesia. Cumplió su promesa de
enviarnos la ayuda permanente del Espíritu Santo que puede transformarnos de
pecadores en santos, siempre que estemos dispuestos a acoger sus dones, seguir sus inspiraciones, atender sus llamadas.
Cristo resucitado y glorioso
nos garantiza nuestra propia resurrección a una vida bienaventurada, si creemos en Él y lo seguimos. ¡Feliz
Pascua!
Francisco Rodríguez Barragán
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