La sentencia absolutoria del Padre Román
Después de casi tres años se ha
dictado sentencia absolutoria para el Padre Román y se ha condenado al
denunciante al pago de las costas. La
sentencia, de ochenta folios, examina todo el proceso y las declaraciones de
acusador, acusado y testigos y llega a la conclusión de la inconsistencia del
relato del denunciante que ha ido modificando los detalles de los abusos que
decía haber sufrido cuando era menor de edad a lo largo de sus declaraciones
para agravar la conducta del denunciado para el que solicitaba pena de nueve
años de prisión.
Aunque no tengo relación ni
amistad con el Padre Román me he alegrado de su absolución que seguramente parecerá
mal a los que esperaban su condena, es más, ya lo habían condenado desde que el
proceso saltó a los medios de comunicación. Condenar a un cura resulta de
interés para mucha gente anticlerical y enemiga de la Iglesia.
El número 2 del artículo 24 de
nuestra Constitución establece, entre otros, el derecho de todo acusado a un proceso
público sin dilaciones indebidas y a la
presunción de inocencia.
Respecto a la presunción de
inocencia se ha convertido más bien en
presunción de culpabilidad y el tiempo transcurrido entre el inicio de un
proceso y la sentencia cuestiona si este proceso, y tantos otros, se realizan sin dilaciones indebidas.
Casi tres años en este caso me
parecen demasiados, pues realmente el acusado, aunque haya sido absuelto, ha sufrido todo ese tiempo una condena de
incertidumbre que a buen seguro le habrá impedido dormir cada noche a lo que
hay que añadir la que se ha dado en llamar “condena
de telediario”, que hace añicos su reputación y le deja aislado como un
apestado.
Pensaba en todo esto mientras pasaban las
procesiones de esta Semana Santa y cómo Jesús el Nazareno fue prendido,
apaleado, burlado y al final crucificado. La presunción de inocencia la tuvo
quizás Pilatos, que no encontraba culpa en Jesús, pero decidió condenarlo en
vista de la presión de la plebe hábilmente manejada por sus acusadores. Los que
le habían seguido, los que habían comido con El hacía unas horas lo abandonaron
y huyeron y uno de ellos facilitó su detención.
No deja de sorprenderme que,
antes y ahora, la gente decide de antemano sobre la culpabilidad de cualquiera
ya sea una cantante, una infanta, un cura o un político y
espera con impaciencia la condena y disfruta con ello. Cuando hace tiempo leí
que alrededor de la guillotina de la Revolución Francesa se agolpaban las
vecinas a esperar las ejecuciones mientras hacían calceta, me pareció una
exageración, pero ahora no me extraña. Ver rodar cabezas, hoy entrar en la
cárcel, alegra a mucha gente que adoba su insignificancia con el morbo de
cualquier situación ajena debidamente aireada.
Otra cosa que me resulta
extraña es la existencia de la acusación pública que ejercen profesionales que
no sé si buscan justicia o hacerse propaganda. Creo que entre las reformas que
necesita la justicia debía incluirse la desaparición de estos justicieros, la
vuelta al sano principio de que la prueba le corresponde a quien acusa, sin
excepciones de género o la obligación de justificar cualquier retraso en la
tramitación de los procesos.
Lo más importante que posee
cada persona es su honor y es triste que nuestra fama esté en manos de
cualquiera que quiera perjudicarnos y arruinar nuestra vida, sobre todo si
tenemos que probar nuestra inocencia ante determinadas denuncias.
Francisco Rodríguez Barragán
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