Desde hace años la
Semana Santa se ha convertido en unas pequeñas vacaciones que se utilizan para hacer
turismo, irse a la playa o contemplar los desfiles procesionales que, para
algunos serán de penitencia y para los más, tradición, arte o espectáculo.
La dolorosa pasión de
Cristo, injustamente condenado y ajusticiado, no llega a conmover el corazón de
mucha gente, que puede apreciar el valor de la imagen, la riqueza del paso, el
número de cofrades con hábito de penitentes o la belleza de los lugares por
donde transcurre la procesión.
Hecha reclamo
turístico, la Semana Santa pienso que ha quedado muy desvirtuada. Para muchos,
todo termina con el desfile del descendimiento o el entierro de Cristo, sin
tener en cuenta que lo que confiere todo su valor a la vida, pasión y muerte de
Jesús es su resurrección, la alegría de la Pascua.
La noticia de la
resurrección de Cristo carece de valor para los que no creen que haya algo más
allá de la muerte. Decía San Pablo a los de Corinto que si Cristo no hubiera
resucitado vana sería la fe de los cristianos y seguiríamos con nuestros
pecados. Pero creemos el testimonio de los que vieron a Jesús resucitado y
fueron capaces de dar su vida por ello.
Si Cristo resucitó
significa que era más que un hombre, que era Dios, que nos salva del mal y del
pecado, cuya presencia en el mundo resulta innegable. Su sacrificio es un
tesoro de gracia, de perdón y de misericordia para todos los que creen en Él a
lo largo de los siglos. Encargó a Pedro y a sus discípulos que fueran a todo el
mundo a predicar el evangelio y fundó una Iglesia para conservar íntegro el
mensaje, que llega hasta nosotros, aunque muchos no quieran enterarse.
Un perverso
fundamentalismo democrático trabaja para instaurar el relativismo, en el que
todo vale lo mismo, la libertad para el placer sin freno, la ciencia de la
materia como única garantía de la verdad, la reducción de las creencias
religiosas al ámbito privado para no molestar a los que no las comparten, la
mayoría parlamentaria como la única competente para decidir sobre lo bueno y lo
malo, lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira.
Amar al prójimo como a
uno mismo; vivir la templanza, la austeridad, la honradez, como formas
imprescindibles para compartir y evitar el hambre y la miseria; el dominio de
sí mismo, el respeto por la vida y la integridad de cada persona, la
estabilidad de la familia, aceptar las alegrías y las penas de cada día, evitar
el mal y buscar siempre el bien, pedir la ayuda de Dios y prepararnos para
encontrarnos con Él cuando hayamos de morir. ¿Puede compararse todo esto con lo
que nos ofrece el mundo? ¿Por qué hay quienes se oponen a que anunciemos a
todos la alegría del evangelio?
No sé si quienes me
lean compartirán lo que digo. A quienes lo compartan o no les deseo una feliz
Pascua de Resurrección y que Dios los colme de sus gracias.
Francisco Rodríguez
Barragán