Que el paro bajará cuando las
empresas empiecen a contratar trabajadores es una obviedad, pero ¿dónde están
esas empresas? Si alguien decide abrir una, se enfrentará en primer lugar al
problema de decidir el bien o servicio que va a ofrecer a sus clientes a un
precio competitivo, resultado de un coste adecuado.
Pero calcular tal cosa no es
tarea fácil. Tendrá que invertir y arriesgar un capital propio o ajeno en
local, instalaciones y asesores. Aunque se ha hablado muchas veces de la
“ventanilla única” no hay tal, sino una larga serie de trámites ante las
variopintas administraciones que pondrán a prueba su ánimo y paciencia.
Si empieza a funcionar y necesita
contratar trabajadores, pasará formar parte de la clase “explotadora”. Si gana
dinero, dirán que ha sido gracias al sudor de sus asalariados, pero si tiene
dificultades, pierde dinero o tiene que cerrar, será difícil que sus
asalariados le echen una mano, más bien serán los que empeoren su situación con
demandas e indemnizaciones, mientras que pierde su capital o resulta embargado
por los que se lo prestaron. Poner en marcha una fábrica o un negocio en estos
tiempos es un riesgo que pocas personas están dispuestas a asumir.
La economía de mercado qué
puede decir, qué puede aportar para resolver el problema del paro. Dicen los
economistas que el mercado es un instrumento eficiente para la asignación de
recursos, pero se han asignado ingentes cantidades para multitud de
realizaciones ineficientes, cantidades que se han obtenido y se siguen
obteniendo en el mercado de capitales, ahora en forma de deuda del estado, que todos
pagaremos en forma de impuestos crecientes.
Se asignaron recursos
exorbitantes para la construcción de viviendas, urbanizaciones, carreteras,
polideportivos o parques. Durante unos años hubo trabajo para todos, lo que
atrajo a millones de emigrantes, pero fallaron los controles, explotó la
burbuja inmobiliaria y llegó la crisis y el paro.
Las grandes entidades
financieras, las cajas de ahorros, ─jugando a ser bancos─, regidas por
políticos y sindicatos incompetentes, los partidos gobernantes de las múltiples
y variadas administraciones empeñados en llevar a sus ciudades y pueblos obras faraónicas,
universidades, aeropuertos, autopistas, trenes de alta velocidad o palacios de
congresos, sin previsión alguna de su viabilidad, nos han traído donde estamos.
Nadie es responsable de nada, pero pagamos todos.
El estado de bienestar, que
empezó en tiempos del régimen anterior, se ha ido ampliando cada vez más, universalizando la
seguridad social y la asistencia
sanitaria, hasta llegar a ser cada día más insostenible, pero sin decidirse a
ningún cambio en el modelo de gestión que resulte más barato y eficaz. Se grita
y se corea el eslogan de que nadie haga negocio con la salud, aunque el gran
negocio sea el de los gestores de estas instituciones y los políticos que los
nombran desde sus variados cargos y consejerías, que ganan bastante y arriesgan
poco.
Lo mismo podemos decir de la
educación, otra área del estado del bienestar, cuyos resultados ponen al
descubierto su deficiente orientación y el elevado coste que recae sobre los
sufridos y exprimidos contribuyentes, mientras que buena parte del personal
docente defiende a capa y espada “lo público” como la mejor opción.
¿Quién va a pagar todo esto?
Pues nosotros, los contribuyentes, que cada vez nos van exprimiendo más.
Francisco Rodríguez Barragán