viernes, 24 de abril de 2015

¿Está en crisis nuestra democracia?



La transición fue posible por la existencia de una población que había llegado a formar una amplia clase media, después de años difíciles, y unos políticos que buscaron con éxito un acuerdo, sin vencedores ni vencidos, para organizar la convivencia pacífica de los españoles.

La instauración de la democracia como forma de gobierno, me pareció un gran logro, una forma civilizada de elegir los gobernantes que administrarían la cosa pública con eficacia.

Con la música de fondo del estado de bienestar, la incorporación al Mercado Común Europeo y el acceso a una mayor cantidad de bienes y servicios, creímos haber entrado en una nueva era de paz y prosperidad, pero no nos dimos cuenta de que otras fuerzas, a través de los partidos políticos, se pusieron, manos a la obra para vertebrar a la sociedad según sus idearios e intereses.

Para facilitar la tarea crearon redes clientelares, debilitaron las instituciones básicas de la sociedad, especialmente la familia, con leyes como la del divorcio o la despenalización del aborto, que en lugar de resolver viejos problemas, como nos decían, crearon otros mucho peores, ya que pronto llegaron otras leyes, como la del divorcio exprés o la de plazos para abortar, que aceleraron  la ruina de la familia como soporte básico de la sociedad, con el resultado de una caída drástica de la nupcialidad y la natalidad.

La educación fue asaltada sin contemplaciones. Combinando “ideas progresistas”, derecho a la educación y planes de enseñanza, se expulsaron de los centros educativos valores morales imprescindibles para crecer como personas. La llamada “educación para la ciudadanía” consiste en una descarada manipulación de los niños y los jóvenes, en la que se ofrecen más placeres disolutos que esfuerzo, dominio de sí y responsabilidad. El resultado está a la vista: la valoración de nuestros alumnos no es para enorgullecerse y la de nuestros centros, incluida la universidad, tampoco.

Unos gobiernos que actuaran con honestidad, eficacia y economía, al servicio del bien común de los ciudadanos, tampoco parece que haya sido la norma general. Los medios de comunicación nos sirven, como sección fija, las corrupciones, corruptelas, sobornos, cohechos y malversaciones de muchos políticos. Por supuesto que hay políticos honrados pero si callan y no denuncian los desafueros de sus propios partidos, también son culpables.

En esta demolición constante de nuestra sociedad también han invocado a nuestros demonios familiares, para levantar odios que parecían extinguidos, con iniciativas y leyes como la llamada de la memoria histórica.

El bipartidismo, que en principio no tendría que ser bueno ni malo, se está desmoronando no sé si para bien o para peor. Nuestra democracia, que empezó con el gran pacto de la transición, hoy no parece dispuesta a dialogar y pactar para revitalizar una sociedad falta de valores y de programas realizables, que apueste por la honestidad frente a la corrupción, la unidad de España frente a las rupturas, que no existan derechos sin deberes, que se premie el trabajo bien hecho frente a la chapuza, que los únicos privilegios que existan sean los que se ganen por una gestión limpia y beneficiosa, que los delincuentes sean juzgados y condenados con rapidez por una justicia imparcial e independiente y tantas cosas que podrían mejorarse. ¿Será posible?

Francisco Rodríguez Barragán




 

 

Nosotros y nuestros prójimos



Durante algún tiempo podía verse en el cristal trasero de muchos automóviles una pegatina que decía “To er mundo es güeno” aunque en realidad cada uno pensara y piense que todo el mundo es malo, excepto él mismo.

Todos somos propensos a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Los malos son todos esos que roban o se aprovechan del cargo pero nosotros, de ninguna manera, pensamos que somos la mar de buenos. No conozco a nadie que se tenga por malo y lo diga, pero hay muchos siempre dispuestos a señalar lo malos que son los otros.

Al empezar la misa el celebrante invita a los asistentes, a todos sin excepción, a que se reconozcan pecadores y pidan perdón a Dios, aunque quizás lo tomamos por un rito rutinario, sin mayor transcendencia. Bueno, eso los que van a misa que al parecer son un 15% de los que se declaran creyentes.

También rezamos el Padrenuestro, en el que pedimos a Dios que perdone nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, aunque es posible que no sintamos la necesidad del perdón de Dios, al no creernos pecadores, ni tampoco la de perdonar a nadie. A los que nos ofenden o nos hacen mal pues, en el mejor de los casos, pasamos de ellos y en el peor los llevamos al juzgado.

El Papa Francisco anuncia que va a celebrarse un año santo de la Misericordia, para recordarnos a todos que Dios Padre nos ama y nos perdona, en la medida que cada uno de nosotros ame y perdone a su prójimo. El grave problema es que no nos reconozcamos pecadores sino buenos, justos y honrados, lo cual seguramente es falso y si alguien nos señala nuestros fallos, encontraremos las más alambicadas justificaciones para adormecer nuestra conciencia.

Como por otra parte juzgamos severamente a los demás, estamos en la situación del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, como nos dice el evangelio. El publicano que se reconocía pecador resulta perdonado y el fariseo que daba gracias a Dios por no ser como el publicano, no.

Es curioso que ahora que tanto se habla de robos, de cohechos, de injusticias, de delitos y de abusos de todas clases, la idea de pecado haya desaparecido de nuestro mundo y solo se hable de delitos y tribunales. Cualquier daño que se hace al prójimo, bien de forma individual o formando parte de la sociedad, es un pecado que necesita el perdón de Dios, aunque nuestros códigos y tribunales le impongan algunas penas o los absuelvan. Las sentencias judiciales no borran los pecados.

Para comprender la necesidad que tenemos de la misericordia de Dios bueno sería que recordáramos los pecados capitales, que no han sido abolidos por la constitución o por la generalización de nuestras costumbres permisivas.

Por si alguien no los recuerda o no los aprendió nunca, los pecados que nos afectan a todos son: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza y las virtudes que habría que practicar: humildad, generosidad, paciencia, templanza, caridad y diligencia.

¿Si no nos reconocemos pecadores para que queremos la Divina Misericordia?

Francisco Rodríguez Barragán








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Reflexiones de un viejo



Cuando me iba a jubilar pensaba con optimismo que podría paladear el tiempo sin prisas ni agobios de agenda, que podría recrearme con calma en mis aficiones: colocar en su álbum los sellos de correos, ordenar mis libros, hacer viajes y otras cosas por el estilo.

Pues ya hace bastantes años que me jubilé y resulta que el tiempo pasa cada vez más aprisa, más acelerado. Las semanas se me pasan mucho más rápido que cuando estaba trabajando. Comencé a dedicar tiempo a mis aficiones pero me aburrí pronto. Los sellos siguen guardados en algún lado y los libros siguen amontonándose por toda la casa. Viajamos con gusto al principio, pero ya tenemos pocas ganas de movernos de sitio. La agenda no ha dejado de estar repleta de citas, pero ahora son con los médicos, los analistas, los odontólogos, los oculistas o los fabricantes de audífonos, que tratan de reparar nuestros progresivos deterioros. Vamos a la farmacia tanto o más que al supermercado.

También he caído en la cuenta de que, en nuestro diario local, lo primero que leo son las esquelas mortuorias y veo que la gente se muere a edades cada vez más avanzadas, pero también encuentro a personas que conocí en el servicio militar o en el colegio, compañeros de trabajo, amigos o vecinos, gentes de mi edad. He hecho el propósito de no volver a sacar las viejas fotos de grupos, pues cada vez es menor el número  de los que sobreviven.

Mi actual percepción del tiempo me ha llevado a releer lo que decía Séneca sobre la brevedad de la vida, pues aunque la esperanza de vida ha aumentado, el sentimiento de brevedad permanece. De ese número de años, cada vez más elevado, cuántos hemos vivido realmente, cuántos hemos desperdiciado, cuántos se nos han ido sin apenas darnos cuenta.

Recuerdo un cuento de Jorge Bucay en el que el visitante de un cementerio se extraña de las inscripciones de las lápidas: vivió 2 años, vivió 8 meses, vivió año y medio y así todas por el estilo, pregunta si se trata de un cementerio de niños y le informan de que no se trata de niños, sino de personas normales que en aquel pueblo van anotando durante su vida, cuidadosamente, los días que habían sido felices y el total de ellos es lo que se consigna en su tumba.

Concuerda el cuento con lo que dijo Séneca, de que la parte más pequeña de nuestra vida es la que vivimos. Dilapidamos nuestro caudal de años en mil cosas que no nos hacen mejores ni más personas. Hay gente tan ocupada que no le da tiempo para vivir.

Quizás todos tendríamos que examinar lo que hacemos con nuestra vida y los que nos queda poca, con mucha más atención. La vida nos fue concedida como un don para que la viviéramos en plenitud. San Juan de la Cruz nos recuerda que al atardecer de la vida nos examinarán del amor. Este examen es mucho más serio que cualquier reválida y la nota será definitiva e inapelable.

Ya sé que muchos piensan que después de la muerte no hay nada, pero ¿y si hay Alguien a quien rendir cuentas de nuestra existencia, de los años que vivimos? Por mi parte creo en la vida eterna. Los que no creen ¿están absolutamente seguros? ¿Ni una duda, siquiera?

Francisco Rodríguez Barragán







 

 

  1. César Valdeolmillos Alonso dice:


Me ha encantado tu artículo Paco: Yo percibo las mismas sensaciones que tú. Sin embargo me pregunto: ¿Qué es vivir en plenitud? ¿Viajar, comer fuera de casa, ordenar tus sellos y tus libros? Es decir: ¿Vivir mirando hacia tí mismo? O ¿Tener la agenda repleta por seguir siendo útiles a causas nobles en el servicio a los demás como tú? Tú sabes que el ser humano se siente mucho más feliz dándo o dándose que recibiendo. Y posiblemente en esa entrega a los demás, aparentemente altruista, haya incluso un fondo de egoismo. Y es que en la misma, encontramos en la zanahoria que siempre necesitamos por delante para seguir viviendo y no vegetar. Para encontrarle un sentido a nuestra vida. Yo tambien he renunciado a mirar las fotos amarillas e incluso a mirar las esquelas. Es cierto que la vida, por muchos años que vivamos, es breve y desde el momento en que abrimos los ojos a la luz del sol, se nos empieza a escapar como el agua entre los dedos de las manos. Es cierto que todos esos proyectos que teníamos para cuando nos jubiláramos, es muy probable que se queden simplemente en eso, en proyecto. Pero bendito aquel que tiene su agenda repleta y cada día le falta tiempo para hacer todo lo que quisiera hacer, proque si es cierto que habrá un momento en el que habremos de rendir cuentas, le presentaremos nuestra agenda y diremos: Este es el saldo de la cuenta de mi vida. Solo hay una cosa para la que tenemos que hacer todos los huecos posibles en esa agenda y es la de encontrar todos los huecos posibles para amar. Para amar sin medida y especialmente a los nuestros más inmediatos. A aquellos a los que se supone que amamos, pero que no se lo hemos dicho tantas veces como ellos hubieran querido oirnoslo decir. Hemos de encontrar tiempo para estar con ellos, simplemente por el placer de estar. De corgerles de la mano. de darles un beso o hacerles una caricia inesperada. De ser comprensivo con su forma de entender la vida y responderles con una mirada de ternura. No podremos invertir nuestro tiempo, ni nada nos hará tan felices, como inte ntar hacer felices a los demás. Y afortunado tú, Paco, que sigues teniendo tu agenda repleta y sigues teniendo los libros amontonados por doquier. Yo ya los tengo hasta por los suelos. Un abrazo. Creo que eres un ser afortunado al que sonrie Aquel al que probablemente habremos de rendir cuentas.

 

miércoles, 1 de abril de 2015

Mientras pasan las procesiones



Mientras pasa la procesión con sus penitentes, sus bandas de música y a hombros de los costaleros, el paso en el que vemos a Cristo orante en Getsemaní, prendido por una turba de sayones, juzgado y condenado, coronado de espinas, despojado de sus vestiduras, cargando con la cruz o crucificado, me quedo pensando si los que van en el cortejo y los que lo presenciamos desde las aceras, tenemos alguna idea acerca del hecho sorprendente de que Dios haya aceptado morir como hombre para salvar a los hombres.

Ya sé que es necesaria la fe para creer en este misterio, pero con fe o sin ella podemos preguntarnos sobre la necesidad que tenemos de ser salvados del inmenso mal que gravita sobre nosotros.

Desde aquella maldita sugerencia que aceptaron  nuestros padres primordiales de ser como dioses, cuánta sangre se ha vertido en el mundo desde la de Abel. La suma de todos los crímenes que la humanidad ha ido perpetrando es tan enorme que realmente se necesitaba de Alguien que fuera a la vez Dios y Hombre y se ofreciera voluntariamente para morir por nosotros y obtener el amor y la misericordia de Dios para todos los que lo acepten.

Ya sé que ser “como dioses” sigue atrayéndonos con fuerza. Borrar a Dios de nuestro horizonte para ser nuestros únicos dioses. Pero con ello no eliminamos el mal acumulado ni conseguimos construir un mundo mejor.

¿Hace falta recordar los crímenes que pesan sobre nosotros? Son millones y millones las personas que han ido perdiendo, y pierden hoy, la vida a manos de otras personas que esgrimían y esgrimen las más peregrinas razones para hacerlo. La conquista, las diferencias de raza, de credo, de sistema económico, han impulsado y siguen impulsando guerras, fusilamientos, cámaras de gas, archipiélagos gulag, escabechinas por doquier y hemos ampliado la nómina de los asesinatos con los millones de niños eliminados en el vientre de sus madres.

Nos cuenta el evangelio que Cristo sudó sangre en Getsemaní lo noche en que iba a ser apresado. La causa, sin duda, fue la enormidad de los crímenes y pecados de los hombres que se le hacían presentes en aquel momento y por los que se entregaba voluntariamente a la muerte.

Cada Semana Santa tendría que servir para hacernos meditar sobre las grandes disyuntivas: la honestidad o la corrupción, la verdad o la mentira, lo justo o lo injusto, el amor o el odio,  el bien o el mal, la carne o el espíritu, Dios o el hombre.

Podemos pedir perdón y convertir nuestra conducta  todo lo que sea necesario o encogernos de hombros y seguir en nuestra indiferencia. Ante cada uno de nosotros se abren cada instante dos caminos, somos libres de elegir uno u otro pero también somos responsables de nuestra elección.

Desde esas imágenes que pasan delante de nosotros, se repite el mandamiento nuevo de Cristo: amaos los unos a los otros, como yo os he amado, es decir, hasta dar la vida por los demás. Ese mundo mejor que todos deseamos, un mundo de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de paz y de amor, puede ser posible, al menos en lo que dependa de cada uno de nosotros pues Cristo, resucitado de la muerte, sigue invitándonos a una nueva vida.

Francisco Rodríguez Barragán




 

 

 

 

 

 

Las obras de misericordia ¿son una antigualla? (2)



Como decía en mi anterior artículo de este mismo título, al leer que el Papa va a proclamar dentro de poco un Año Santo de la misericordia, recordé las obras de misericordia que enunciaba el viejo catecismo de Ripalda en dos series de siete cada una, las corporales y las espirituales y ya comenté las corporales que pienso pueden ser compartidas por mucha gente.

Hoy trataré de comentar las espirituales, que imagino resultarán más difíciles de asumir y practicar. Las tres primeras que enuncia el catecismo son: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester y corregir al que yerra, pueden ser tratadas de forma conjunta, a mi parecer, pues enseñar, aconsejar y corregir están íntimamente relacionados.

Ya que se proponen acciones a realizar por los cristianos, pienso que no se trata de enseñar asignaturas, ni saberes humanos para los que hay personas especialmente preparadas, sino de transmitir la sabiduría sobre el sentido de la existencia, del bien, del mal, de la forma de realizarnos como personas y de la centralidad de Dios que nos ama.

Seguramente si se tratara de enseñar medios y técnicas para meditar o para alcanzar la iluminación de las que se ofrecen con el sello orientalistas o de la new age, tendríamos mayor audiencia, pero enseñar al que no sabe que Dios es un Padre que nos ama y que nos ha hecho para gozar de su presencia por toda la eternidad es más difícil, tanto porque los cristianos no lo viven en plenitud, como por los demás que están convencidos de que es el hombre y no Dios el centro del universo.

La gente acepta el consejo de quien le ofrece novedades, artículos de consumo, placeres, comodidad o riqueza, pero no el que le aconseja dominio de sí mismo, austeridad, búsqueda activa de la verdad y la justicia, sobre todo si el que trata de aconsejar no vive lo que ofrece, ni se deja aconsejar por quien le plantea más entrega y más profundidad de vida.

Para corregir a otros hay que haber sido corregido una y otra vez y adquirido una madurez humana importante, pues nadie quiere ser corregido por cualquiera, sino por quienes puedan acreditar una superioridad moral suficiente. Difíciles obras de misericordia las de enseñar, aconsejar y corregir.

La cuarta obra de misericordia ordena perdonar las injurias. No es fácil, pero cada cual puede practicarla sustituyendo el deseo de venganza por el perdón sincero y el olvido. La siguiente es consolar al triste lo que es imposible de hacer si no le amamos y si no somos capaces de compartir las penas y ofrecer ayuda.

La sexta habla de sufrir con paciencia las incomodidades que nos causan nuestros prójimos, es decir los próximos, aquellos con los que convivimos o trabajamos. Aquí cada uno ha de empezar por el compromiso de evitar a toda costa hacer la vida difícil a los demás y después ejercitarse en la paciencia diaria.

La última obra de misericordia es rogar a Dios por los vivos y los muertos, es decir orar por nuestros prójimos, incluidos nuestros enemigos, pero hay que saber orar para no caer en formulas vacías y hacerlo bien todos los días.

Francisco Rodríguez Barragán