Mientras pasa la procesión
con sus penitentes, sus bandas de música y a hombros de los costaleros, el paso
en el que vemos a Cristo orante en Getsemaní, prendido por una turba de
sayones, juzgado y condenado, coronado de espinas, despojado de sus vestiduras,
cargando con la cruz o crucificado, me quedo pensando si los que van en el
cortejo y los que lo presenciamos desde las aceras, tenemos alguna idea acerca
del hecho sorprendente de que Dios haya aceptado morir como hombre para salvar
a los hombres.
Ya sé que es necesaria la fe
para creer en este misterio, pero con fe o sin ella podemos preguntarnos sobre
la necesidad que tenemos de ser salvados del inmenso mal que gravita sobre
nosotros.
Desde aquella maldita
sugerencia que aceptaron nuestros padres
primordiales de ser como dioses, cuánta sangre se ha vertido en el mundo desde
la de Abel. La suma de todos los crímenes que la humanidad ha ido perpetrando
es tan enorme que realmente se necesitaba de Alguien que fuera a la vez Dios y
Hombre y se ofreciera voluntariamente para morir por nosotros y obtener el amor
y la misericordia de Dios para todos los que lo acepten.
Ya sé que ser “como dioses”
sigue atrayéndonos con fuerza. Borrar a Dios de nuestro horizonte para ser
nuestros únicos dioses. Pero con ello no eliminamos el mal acumulado ni
conseguimos construir un mundo mejor.
¿Hace falta recordar los
crímenes que pesan sobre nosotros? Son millones y millones las personas que han
ido perdiendo, y pierden hoy, la vida a manos de otras personas que esgrimían y
esgrimen las más peregrinas razones para hacerlo. La conquista, las diferencias
de raza, de credo, de sistema económico, han impulsado y siguen impulsando guerras,
fusilamientos, cámaras de gas, archipiélagos gulag, escabechinas por doquier y
hemos ampliado la nómina de los asesinatos con los millones de niños eliminados
en el vientre de sus madres.
Nos cuenta el evangelio que
Cristo sudó sangre en Getsemaní lo noche en que iba a ser apresado. La causa, sin
duda, fue la enormidad de los crímenes y pecados de los hombres que se le
hacían presentes en aquel momento y por los que se entregaba voluntariamente a
la muerte.
Cada Semana Santa tendría
que servir para hacernos meditar sobre las grandes disyuntivas: la honestidad o
la corrupción, la verdad o la mentira, lo justo o lo injusto, el amor o el
odio, el bien o el mal, la carne o el
espíritu, Dios o el hombre.
Podemos pedir perdón y
convertir nuestra conducta todo lo que
sea necesario o encogernos de hombros y seguir en nuestra indiferencia. Ante
cada uno de nosotros se abren cada instante dos caminos, somos libres de elegir
uno u otro pero también somos responsables de nuestra elección.
Desde esas imágenes que
pasan delante de nosotros, se repite el mandamiento nuevo de Cristo: amaos los unos a los otros, como yo os he
amado, es decir, hasta dar la vida por los demás. Ese mundo mejor que todos
deseamos, un mundo de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia,
de paz y de amor, puede ser posible, al menos en lo que dependa de cada uno de
nosotros pues Cristo, resucitado de la muerte, sigue invitándonos a una nueva
vida.
Francisco Rodríguez Barragán
No hay comentarios:
Publicar un comentario