Tratar de conseguir poder es
el sueño de todos los políticos. El poder tiene un componente atractivo y
libidinoso que ejerce un poderoso tirón, mejor una poderosa tentación, una
seducción irresistible, sobre los que eligen la política como campo de acción.
En tiempos de Cristo, sus
seguidores esperaban que fuera a restaurar el reino de Israel, lo que podía ser
una estupenda posibilidad de pasar de pescadores a gerifaltes. La madre de dos
de ellos planteó formalmente su petición a Jesús de que se concedieran a sus
hijos los dos mejores puestos.
Como nos cuenta el evangelio
de Mateo los otros del grupo protestaron, pero Jesús les dijo: sabéis que los
jefes y los señores oprimen a los demás con su poder, pero entre vosotros no
sea así el que quiera llegar a ser grande sea vuestro servidor y el que quiera
ser el primero que sea vuestro esclavo.
Si nuestros políticos y
gobernantes pensaran menos en ellos mismos y sus partidos y entendieran su
papel como servidores del pueblo, como simples gestores del bien común,
seguramente las cosas serían diferentes. Pero no es precisamente el evangelio
el inspirador de sus programas. Unos para mantener unas estructuras, sin duda, injustas, otros para querer cambiarlo todo y
establecer otras estructuras igualmente injustas, desde la imposición, la
violencia y el odio.
Todos invocan la democracia
a su favor sin tener en cuenta que la democracia no pasa de ser un sistema de decidir
sobre cosas contingentes y que lo mismo puede utilizarse para mantener unas estructuras
que otras, pero en forma alguna la democracia puede decidir sobre valores
absolutos como pueden ser la verdad, la justicia, la conciencia y hasta el sexo
de las personas.
Si los políticos y los
ciudadanos en lugar de buscar soluciones para la convivencia optamos por el
enfrentamiento, la radicalización, la gestión interesada del resentimiento y el
odio, mal vamos.
Posiblemente los cristianos
hemos desertado de la política, o nos han echado de ella, razón por la cual casi
nadie defiende los valores que debíamos estar defendiendo: la vida, la familia, la justicia, el respeto, la libertad de elección,
la ausencia de coacción, la búsqueda de la verdad, el rechazo del odio, el
ejercicio de la caridad como amor al prójimo y tantas cosas más.
El mejor gobierno es el que
menos se nota, el que es capaz de estar engrasando constantemente la maquinaria
del estado, para que los ciudadanos podamos desarrollarnos en libertad, sin
querer vivir unos a costa de otros sino aportando todos nuestros esfuerzos y
conocimientos para lograr el bien común.
Siempre
andamos hablando del estado de bienestar más que del bien común. El estado de bienestar acentúa de alguna
manera la idea de “estado” el cual debe satisfacer nuestras necesidades de la
cuna a la tumba y cuando deviene insostenible se nos hunde el mundo. En cambio en
el bien común lo que se acentúa es lo
común, lo de todos, el bien que todos podamos aportar.
Hay quienes nos dicen que lo
que hay que hacer es “dar la vuelta a la tortilla”, no los creamos, por favor.
Francisco Rodríguez Barragán.