Tenemos dos facultades
maravillosas: la memoria y el olvido. Gracias a la memoria podemos mantener
nuestra propia identidad a través del tiempo y gracias al olvido nos
descargamos de la mayor parte de nuestras vivencias, relegándolas a una especie
de desván del que, a veces, podemos rescatarlas y traerlas al presente más o
menos fielmente.
Si recordáramos todas y cada
una de las vivencias de nuestro pasado, quedaríamos aplastados como el
protagonista de un cuento de Borges, Funes el memorioso, que recordaba todo con
nitidez, incluso los recuerdos de recuerdos se hacían presentes en su memoria.
También podemos tener recuerdos
de los que no podemos deshacernos, recuerdos de desgracias, humillaciones, rencores,
remordimientos y penas y que pueden convertirse en obsesiones que amarguen
nuestra vida.
Vivimos nuestro presente con la
memoria de los días buenos, en los que somos felices y días malos, en los que
nos sentimos desgraciados. Para los que creemos que en Dios vivimos, nos movemos
y existimos, que Dios nos ama y que toda nuestra vida es puro don de su amor,
podemos quedar desconcertados cuando nos pasan cosas que nos hacen sufrir, que
nos descolocan, que nos hacen sentirnos desgraciados.
Nosotros identificamos el
sufrimiento con el mal y no entendemos que si Dios es el sumo bien no nos evite
el sufrimiento y el dolor. También
identificamos el goce y el placer con el bien, aunque pocas veces lo estimamos
como regalo de Dios sino más bien como resultado de nuestro talento o de
nuestra suerte. En más de una ocasión nuestro goce y nuestro placer están
lastrados por motivos inconfesables.
La reflexión de Job sufriente
que dice que si aceptamos de Dios los bienes también tenemos que aceptar los
males, nos resulta dura de admitir. No
entendemos que el dolor y el sufrimiento que Dios permite, puedan redundar en
nuestro bien. Quizás muchos que nos decimos cristianos no hemos llegado a
creer, de verdad, que Cristo el Hijo de Dios, aceptó el sufrimiento y la muerte
por nosotros, para nuestro bien.
Tomás Moro, canciller de
Inglaterra, condenado por Enrique VIII a morir en el cadalso, escribía a su
hija Margarita: “Ten buen ánimo, hija
mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pese en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera y todo
lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor.”
Creer con toda el alma que Dios
nos ama y que cualquier cosa que nos pase, por mala que nos parezca, es en
realidad lo mejor, puede sonar a desvarío, pero para quien tenga el don de la
fe es la verdad que nos hace libres. Si ponemos en Dios toda nuestra confianza
y agradecemos sus dones, si tratamos de hacer siempre su voluntad y no la
nuestra, si respondemos a su amor amando a los demás, no temeremos a nada y
nuestra esperanza será colmada.
El verdadero mal que puede
frustrar nuestra existencia es el pecado, la infidelidad, la soberbia, el odio,
el rechazo de Dios. Merece la pena pensarlo.
Francisco Rodríguez Barragán