sábado, 26 de enero de 2013

Los bienes y los males


Tenemos dos facultades maravillosas: la memoria y el olvido. Gracias a la memoria podemos mantener nuestra propia identidad a través del tiempo y gracias al olvido nos descargamos de la mayor parte de nuestras vivencias, relegándolas a una especie de desván del que, a veces, podemos rescatarlas y traerlas al presente más o menos fielmente.

Si recordáramos todas y cada una de las vivencias de nuestro pasado, quedaríamos aplastados como el protagonista de un cuento de Borges, Funes el memorioso, que recordaba todo con nitidez, incluso los recuerdos de recuerdos se hacían presentes en su memoria.

También podemos tener recuerdos de los que no podemos deshacernos, recuerdos de desgracias, humillaciones, rencores, remordimientos y penas y que pueden convertirse en obsesiones que amarguen nuestra vida.

Vivimos nuestro presente con la memoria de los días buenos, en los que somos felices y días malos, en los que nos sentimos desgraciados. Para los que creemos que en Dios vivimos, nos movemos y existimos, que Dios nos ama y que toda nuestra vida es puro don de su amor, podemos quedar desconcertados cuando nos pasan cosas que nos hacen sufrir, que nos descolocan, que nos hacen sentirnos desgraciados.

Nosotros identificamos el sufrimiento con el mal y no entendemos que si Dios es el sumo bien no nos evite el sufrimiento y el dolor.  También identificamos el goce y el placer con el bien, aunque pocas veces lo estimamos como regalo de Dios sino más bien como resultado de nuestro talento o de nuestra suerte. En más de una ocasión nuestro goce y nuestro placer están lastrados por motivos inconfesables.

La reflexión de Job sufriente que dice que si aceptamos de Dios los bienes también tenemos que aceptar los males, nos resulta dura de admitir.  No entendemos que el dolor y el sufrimiento que Dios permite, puedan redundar en nuestro bien. Quizás muchos que nos decimos cristianos no hemos llegado a creer, de verdad, que Cristo el Hijo de Dios, aceptó el sufrimiento y la muerte por nosotros, para nuestro bien.

Tomás Moro, canciller de Inglaterra, condenado por Enrique VIII a morir en el cadalso, escribía a su hija Margarita: “Ten buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pese en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor.”

Creer con toda el alma que Dios nos ama y que cualquier cosa que nos pase, por mala que nos parezca, es en realidad lo mejor, puede sonar a desvarío, pero para quien tenga el don de la fe es la verdad que nos hace libres. Si ponemos en Dios toda nuestra confianza y agradecemos sus dones, si tratamos de hacer siempre su voluntad y no la nuestra, si respondemos a su amor amando a los demás, no temeremos a nada y nuestra esperanza será colmada.

El verdadero mal que puede frustrar nuestra existencia es el pecado, la infidelidad, la soberbia, el odio, el rechazo de Dios. Merece la pena pensarlo.

Francisco Rodríguez Barragán



 

 

 

Trabajar por la unidad: una tarea necesaria

 
Conseguir la unión en cualquier colectividad es una tarea ardua que exige abnegación y paciencia. La desunión, el enfrentamiento, la enemistad, las rencillas o los odios, surgen con facilidad de nuestra naturaleza dañada. No pienso sólo en política, donde parece que la esencia de la democracia es el estéril juego de destruir al adversario, en lugar de la unión de esfuerzos para el bien común.

Pienso también en la Iglesia, que dedica los días 18 al 25 de enero para la oración por la unidad de los cristianos. Los que vamos a misa cada domingo, cuando rezamos el credo, decimos creer en la unidad de la Iglesia, cuya cabeza es el mismo Cristo y los que nos decimos cristianos tendríamos que estar unidos entre nosotros y con Él, formando un solo cuerpo.

San Juan nos ha dejado en su evangelio la despedida de Jesús, antes de su Pasión, en la cual pide al Padre que todos sean uno, al igual que Jesús y el Padre también son uno, e insiste en la necesidad de la unidad para que el mundo crea. No es fácil transmitir nuestra fe desde la desunión.

En las primeras iglesias, no tardaron en surgir problemas y divisiones. En las cartas que San Pablo dirige a las iglesias que va fundando encontramos sus amonestaciones a los que atentan contra la unidad. No puede admitirse que unos digan: yo soy de Pablo o yo soy de Apolo, porque sólo se puede ser de Cristo, cabeza de la Iglesia, de cuyo cuerpo somos miembros los cristianos  que vivamos unidos a Él. Sus recomendaciones insisten en la necesidad de mantenerse unánimes y concordes, con un mismo amor y un mismo sentir, de no obrar por rivalidad ni por ostentación, guiándose siempre por la humildad y considerando siempre superiores a los demás, sin encerrarse en los propios intereses, sino buscando todos el interés de los demás.

Los anteriores consejos y otros muchos que adornan sus epístolas no han perdido un ápice de actualidad. Muchos cristianos, incluso practicantes, viven de espaldas unos de otros. No se da demasiado sobrellevarnos mutuamente y perdonarnos cuando alguno tengo quejas de otro,.

La falta de unidad de los cristianos no es sólo por la ruptura con los orientales hace mil años o con los de la reforma hace quinientos, sino por nuestra falta de fe y vida interior. No estamos abiertos a recibir los dones del Espíritu Santo y obrar en consecuencia. En cambio estamos abiertos demasiadas veces a opiniones adversas, a doctrinas dudosas, a críticas demoledoras, a prácticas esotéricas sospechosas. Nos etiquetamos unos a otros como progresistas o anticuados, para rechazar cualquier acercamiento o unidad. Ser devoto de un teólogo u otro, se convierte en bandería, cuando lo único importante es seguir las huellas de Jesús, cada cual con su cruz, unirnos a Él en la eucaristía, en la oración, en la adoración o en el servicio al prójimo.

En este año de la fe, me parece importante que nos comprometamos en la tarea de la unidad de los cristianos entre sí y con Cristo, para que el mundo crea.

Francisco Rodríguez Barragán







 

Nuestra civilización y nuestra fe



Cuando nos encontramos con amigos de nuestra misma o similar edad, es decir bastante viejos, lo más usual es que nos dediquemos a hacer inventario de nuestros achaques. Hace poco al preguntar a uno de ellos sobre su estado, ya que lo vi bastante desmejorado, me respondió: pues, ya ves, en las postrimerías.

Seguramente  para la mayoría de la gente esto de las postrimerías no tendrá ni idea de lo que significa. Quizás deduzcan que se trata del final de algo y si lo dice un anciano tembloroso y desmejorado pueden pensar que le falta poco para morirse.

Los que en nuestra infancia nos aprendimos de memoria el catecismo de la doctrina cristiana de los Padres Ripalda y Astete,  con preguntas y respuestas, sí sabemos lo que son los novísimos o postrimerías, por aquello de que los mayores olvidamos las cosas que nos dijeron hace un rato, pero recordamos las cosas aprendidas en nuestra niñez.

A la pregunta de ¿Cuántos son los novísimos? Se respondía: cuatro, a saber, muerte, juicio, infierno y gloria y a continuación se explicaba qué es la gloria y lo que habíamos de hacer para llegar a ella.

La educación de las siguientes generaciones abandonó la utilización del poderoso instrumento de la memoria para fijar cuestiones fundamentales para nuestra vida. No es lo mismo memorizar algo de forma sintética, que rellenar una ficha o escuchar con mayor o menor atención una explicación más o menos larga. Definiciones sintéticas de matemáticas, geometría, gramática o religión, si fueron memorizadas nos servirán para siempre.

Leer en alta voz, escribir al dictado, hacer una redacción, sumar, restar, multiplicar y dividir con soltura, son cosas que me han resultado utilísimas en mi vida, para comprender lo que leo, para fijar la ortografía y sintaxis de lo que escribo, para ajustar cualquier cuenta sin recurrir a la calculadora.

Mi vida creyente se inició con aquellos catecismos, en los que mi madre me repasaba las preguntas para ver si me sabía de memoria las respuestas. Sin aquella base quizás no habría tenido oportunidad de profundizar, dentro de la iglesia,  en las preguntas fundamentales acerca de quién soy, cuál es mi fin, qué debo hacer, qué me cabe esperar, quién es Dios para mí, qué representa Cristo en mi vida.

Comprendo que haya mucha gente que no sea creyente, la fe es un don de Dios, que puede aceptarse o rechazarse, en uso de nuestra libertad. Pero no es comprensible que también se de la espalda a la cultura que ha hecho posible la civilización en que vivimos. Es bochornoso comprobar la ignorancia acerca de cuestiones religiosas de los concursantes que aparecen en la televisión. En estos días de Navidad cuando les preguntaron dónde nació Jesús, según la Biblia, ¡no lo sabían!

La ignorancia acerca de nuestra propia civilización nos impide, cada vez más, gozar del arte que nos rodea, de entender el significado de una catedral, de un retablo, de un cuadro, de una sinfonía, de un poema. Dos milenios de civilización se están disolviendo. Hay que salvar, como sea, nuestra cultura occidental y nuestra fe cristiana.

Francisco Rodríguez Barragán





 

 

 

 

 

Antes del Seguro Obligatorio de Enfermedad


Los problemas de la sanidad pública y el largo periodo de movilizaciones del personal sanitario en Madrid y otros lugares de España, me han llevado a interesarme por los inicios del seguro de enfermedad en España y he encontrado un par de tomos, publicados por el Instituto Nacional de Previsión, de la conferencia nacional, celebrada en Barcelona en noviembre de 1922 sobre los Seguros de Enfermedad, Invalidez y Maternidad, con sus ponencias, actas de la sesiones y conclusiones.

Hoy podemos adivinar tras las consignas de defensa de la sanidad pública la existencia de muchos intereses corporativos, políticos y económicos, pero en la conferencia del año 1922, los intereses que se sintieron afectados se defendieron abiertamente.

Aquella Conferencia planteó  la creación de tales seguros como obligatorios, ya que las necesidades sanitarias eran atendidas por la Beneficencia pública a cargo de Ayuntamientos y Diputaciones para la gente más pobre, por las Sociedades de socorros mutuos para colectivos capaces de asociarse y abonar las cuotas correspondientes y el Seguro mercantil contra los riesgos de la enfermedad y la invalidez de contratación libre.

 Una de las ponencias planteaba utilizar los servicios y fondos de la Beneficencia pública sanitaria para los nuevos seguros obligatorios  ya que buena parte de sus beneficiarios quedaría encuadrada en ellos, por lo que sufriría una radical transformación. Uno de los asistentes expuso la inquietud sobre la situación futura de los médicos titulares cuando los nuevos organismos del seguro pasaran a prestar el servicio..

Las Sociedades de socorros mutuos aprovecharon la Conferencia para proponer un anteproyecto de ley que regule y condicione su funcionamiento y facilite su fomento y desarrollo y ya que el Estado había decidido implantar estos seguros sociales, manifiesta que es esencial para su mayor eficacia, que su administración les fuera confiada, pues estas Sociedades serían el más eficaz organismo de enlace entre el Estado y el obrero en la gestión de los subsidios en el seguro de enfermedad y dejando a las Cajas Provinciales el cuidado de los demás riesgos a cubrir.

El Circulo de Aseguradores de Barcelona comenzó el tema de su ponencia reclamando su derecho a intervenir en la Conferencia por estar interesados en los seguros que se debaten, en los cuales actúan en el libre ejercicio de una actividad económica, pues si se dice que como en los seguros a implantar no se busca el lucro debe descartarse su presencia, lo estima un craso error, pues con las mismas primas de las mutuas, vienen practicando el seguro, triplicando el número de sus asegurados. En sus conclusiones hace depender el buen éxito de la nueva Ley de establecerlo de acuerdo con las entidades aseguradoras que en una u otra forma ya lo practican, asegurando el derecho a elegir.

Claramente se defendían distintos intereses: los de los médicos de la beneficencia, los de las Sociedades de socorros mutuos y los de las compañías de seguros mercantiles. La Federación de Colegios Médicos de España también intervino en una de la sesiones con varias consideraciones como implantar el seguro con carácter obligatorio para las clases necesitadas y voluntario para las pudientes, libertad absoluta en la elección de médico y participación directa de los Colegios en todos los aspectos profesionales.

Nada se hizo hasta veinte años después de la Conferencia. El Seguro Obligatorio de Enfermedad nació en 14 de diciembre de 1942 y ampliado, universalizado y transferido, no ha dejado de existir.

Francisco Rodríguez Barragán