martes, 13 de agosto de 2013

Creer o no creer, esa es la cuestión



Hay gente que dice que cree en Dios, otros dicen que no creen que exista, otros ni se lo plantean. De los que dicen que creen, a muchos no se les nota que ello signifique algo serio e importante en sus vidas. De los que dicen que no creen, unos luchan por convencer a los demás de su inexistencia, aunque no es fácil comprender el tesón que ponen en su ateísmo, en buscar razones para negarlo y propagarlas. Los que ni siquiera se lo plantean, viven el sin sentido  de preferir el bien al mal o la verdad a la mentira, sin tener nada en que apoyar su propia razón.

Nuestra razón es suficiente para descubrir que algo tan grande como el universo, tan maravilloso y complicado como la vida, la tendencia de todo lo creado a ser de mejor manera, exigen un punto de partida fuera del universo y del tiempo, de Alguien capaz de llamar a la existencia a toda la creación, una creación que el hombre comprueba está hecha con número, peso y medida, con sabiduría inabarcable.

Este Alguien existente en sí mismo ─ yo soy el que soy ─ en          quien vivimos, nos movemos y existimos, creó al hombre a su imagen: dotado de inteligencia, dotado de razón y semejante a Él por su capacidad de amar. La creación del hombre es un acto del amor de Dios que espera ser correspondido.

Pero la relación amorosa de Dios con los hombres no podríamos conocerla si Él mismo no nos la hubiera manifestado. Amor de Dios que va más allá de la rebeldía del hombre que creyó poder ser como Dios e introdujo en nuestro mundo el mal, el dolor, el sufrimiento y la muerte. Es curioso que los que dicen no creer en la existencia de Dios, tampoco expliquen la terrible presencia del mal en el mundo.

Creer que Dios ha hablado a los hombres y prometido salvarnos del mal, forma parte del contenido de la fe. La fe no es el resultado de ningún esfuerzo humano, sino un don, un regalo, del mismo Dios que lo ofrece muchas veces a lo largo de nuestra vida y que podemos acoger o rechazar. Dios quiere establecer con cada uno de nosotros lazos de amor, lazos de salvación, pero Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti. La paciencia de Dios es nuestra salvación dice una carta de San Pedro, pero si alguno se condena es porque se empeñó en condenarse.

Si creemos que Dios se nos ha revelado, lo que nos haya dicho a lo largo del tiempo y por último a través de Jesucristo, su Hijo, muerto y resucitado por nosotros, adquiere una enorme importancia y trascendencia. Amar a Dios sobre todas las cosas no es un simple consejo sino una necesidad vital. Muchos de los que lo recitan cada domingo no parece que se lo tomen en serio, su vida no es radicalmente diferente de los que no creen.

Si Dios es la verdad, es esta verdad la luz definitiva para orientar nuestra vida. Todo lo demás hay que examinarlo a esta luz. Jesús nos mostró al Padre que nos ama y nos dijo que Él es el camino, la verdad y la vida y nos invitó a seguirle sin excusas, sin demoras, amando a nuestros prójimos como a nosotros mismos.

Creer o no creer, esa es la cuestión. Pero creer de verdad.

Francisco Rodríguez Barragán


 

 

Una luz para el camino



La inmensa mayoría de las personas vivimos en el temor y la incertidumbre. El que tiene trabajo teme perderlo; el que no lo tiene teme no encontrarlo nunca si es mayor, y el que es joven tampoco sabe cuándo lo hallará; el que estudia desconfía de que lo que está estudiando le sirva para ganarse la vida; el que tiene una empresa, un negocio, un comercio, teme tener que cerrarlo como tantos han hecho; muchas parejas no están seguras de lo que puedan durar; el pensionista teme por su pensión y el que aún no lo es, duda si el sistema se la podrá garantizar…

Necesitamos tener confianza en algo o alguien que no nos defraude, una luz que ilumine de alguna manera nuestra vida de hoy, un asidero firme frente a la inestabilidad que nos rodea.

En su encíclica “La luz de la fe” el Papa Francisco nos dice que la característica propia de la luz de la fe es su capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Es una luz tan potente que no puede proceder de nosotros sino de Dios. 

Pero hemos apartado a Dios de nuestra vida, de nuestras instituciones. Hemos decidido que Dios es innecesario, que nos basta con nuestra ciencia, nuestra democracia participativa o nuestro estado del bienestar. Como mucho se acepta como actitud subjetiva, reducida al ámbito de la privacidad, pero se le excluye ferozmente del ámbito de lo público. ¡Así nos va!

Cuando se elimina a Dios del centro de nuestra existencia, podemos creer en cualquier cosa: el liberalismo, el socialismo, la economía de mercado o la economía planificada, el intervencionismo del estado o la Unión Europea. Ninguna de estas cosas puede salvarnos de nuestra radical insatisfacción.

La fe, que recibimos de Dios  como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. La fe no es una invención humana sino un don, un regalo de Dios, que podemos acoger o rechazar usando nuestra facultad de razonar. Pero la elección no es indiferente. Rechazar a Dios una y otra vez a lo largo de nuestra vida, tiene graves consecuencias aquí y ahora y por supuesto después. Cuando el hombre piensa que alejándose de Dios se encontrará a sí mismo, su existencia fracasa.

Acoger la fe, decirle a Dios que creemos en Él, también tiene para el creyente  consecuencias. Creer en la palabra de Dios que llamó a Abraham, que habló por los profetas de Israel y que se hizo presente en Jesucristo, el Hijo de Dios, para anunciarnos la buena noticia de que Dios nos ama y quiere salvarnos, exige por nuestra parte una respuesta de amor, pero no podemos amar a Dios a quien no vemos si no amamos a nuestros prójimos a quienes sí vemos.

Esta es la luz de la fe, vivir en el amor a Dios y a los hermanos. Si los que nos decimos cristianos fuéramos coherentes con la fe que decimos profesar, todo cambiaría. Viviríamos en la verdad y la verdad nos haría libres. Dejaríamos de estar sometidos a las esclavitudes del mundo del poder, del tener, del poseer, del consumir…

La fe no va a eximirnos del dolor, del sufrimiento ni de la muerte, pero a su luz todo adquiere otro significado, otro valor, otra dimensión, que ninguna otra cosa puede darnos.

Francisco Rodríguez Barragán






 

 

 

 

¿Podemos buscarnos la vida en libertad?

 Los documentales que, cada sobremesa, nos ofrece la segunda cadena de TVE nos muestran variadas especies de animales que viven en libertad, buscan los lugares adecuados para vivir o los fabrican ellos mismos, se reproducen y cuidan a sus crías hasta ponerlas en condiciones de vivir su propia vida. Su instinto natural es suficiente para asegurar la supervivencia de la especie.

Cuando llega el verano hay gente que abandona sus mascotas. Después de haberles facilitado casa y comida desde que eran cachorros, estos animales no tienen ninguna posibilidad de sobrevivir por su cuenta ya que no tuvieron adultos de su especie que se lo enseñase. Vagarán desnutridos por calles y carreteras y si no son recogidos a tiempo por las sociedades protectoras de animales, morirán bajo las ruedas de cualquier vehículo.

Llevamos varias generaciones en las que el estado asumió la tarea de cuidarnos, desde la cuna a la tumba, de facilitarnos cosas que consumir y disfrutar, de convencernos acerca de las grandes conquistas obtenidas como elegir a nuestros gobernantes, obtener un título universitario, tener unos sindicatos que deciden lo que debemos ganar cuando trabajamos, contar con la protección social de nuestra salud, de nuestro desempleo, de nuestra vejez.

El constante deseo de nuestros gobernantes de que seamos felices parece haber llegado demasiado lejos y resulta insostenible. Para seguir manteniendo el tinglado que ellos dirigen, cada día nos anuncian, desde los medios de comunicación, el “éxito” conseguido en la colocación de los bonos del tesoro, es decir, que estamos cada día más endeudados y dependientes de nuestros prestamistas, lo que no parece inquietar demasiado a los políticos que piensan más en las próxima elecciones que en las próximas generaciones.

Pero la cifra de jóvenes que no consiguen su primer empleo y siguen viviendo a costa de su familia es pavorosa. Pienso que son jóvenes a los que nadie enseñó a buscarse la vida en libertad, a los que había que darle todo para que no sufrieran ninguna incomodidad, a los que nadie entrenó en el esfuerzo y el sacrificio y andan pendientes de lo que pueda hacer el papá-estado para que termine la crisis y poder disfrutar de la vida.

En 1840 Alexis de Tocqueville, reflexionaba sobre La democracia en América y en la última parte de su obra advertía del riesgo de que se estableciera en las sociedades democráticas un sistema despótico, al alzar sobre los ciudadanos un poder inmenso y tutelar que en lugar de prepararlos para la edad viril persiguiera  fijarlos irrevocablemente en la infancia, en una situación de dependencia del estado para ir convirtiéndolos en rebaño fácil de manejar por el gobierno.

Algo así es lo que ya tenemos: una población que pide soluciones al gobierno, a éste o a otro, sin advertir que es el gobierno el problema, una pesada y onerosa superestructura que nos ofrece la libertad de elegir los políticos que nos seguirán gobernando de la misma o parecida manera, mientras que nos somete a su asfixiante despotismo administrativo e intervencionista.

Francisco Rodríguez Barragán