domingo, 21 de mayo de 2017

Si después de la muerte no hay nada ¿para qué amar al prójimo?


            Pero si existe una vida eterna ¿Qué tendríamos que hacer?
La regla de oro del evangelio, y de la ética en general, dice que cada cual tiene que amar al prójimo como a sí mismo. Esta regla se ha formulado en forma positiva: trata a los demás como quisieras ser tratado o en forma negativa: no hagas a otro lo no quisieras que te hicieran a ti.
En una sociedad tan competitiva como la nuestra no resulta fácil llevarla a la práctica ya que muy a menudo queremos para nosotros más y mejores ventajas que para los demás, máxime si se trata de puestos, riquezas o fama.
La cuestión más importante sería que cada cual se planteara seriamente su destino, pues si pensamos que todo termina con la muerte, cualquier esfuerzo ético carece de sentido. Si después de esta vida no hay otra mejor: Comamos y bebamos que mañana moriremos, pero si portamos en nosotros una semilla de inmortalidad todo cambia. Si la vida que hemos recibido es única y tiene un valor eterno, lo más importante es que sepamos vivirla con plenitud y ayudemos a los demás en la misma tarea de alcanzar la vida eterna.
Es Cristo, que murió y resucitó, quien puede enseñarnos el camino de la vida eterna y nos dice algo chocante: el que pretenda ganar su vida la perderá, pero el que la pierda por mí la ganará, pues de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma.
Perder la vida por Cristo es negarse a sí mismo, tomar cada uno su cruz y seguirlo. Todo lo contrario de lo que nos ofrece el mundo: no  negarse sino afirmarse frente a todo, incluso frente a Dios, cuya existencia se pone en duda y tomar la cruz, aceptar la cruz ya es raro cuando lo que el mundo nos ofrece es huir del dolor, gozar de los placeres, coronarnos de flores. ¿Cómo vamos a compartir el dolor de los que sufren, las necesidades de los pobres, el clamor de los desposeídos, de los desheredados de la tierra?
Sin la perspectiva de la vida eterna todos los esfuerzos humanos resultan inútiles. Llevamos miles de años tratando de organizar el mundo, pero no cesan los problemas, ni las guerras, ni los odios, al contrario, se promueven conductas criminales, los más inocentes son asesinados en el vientre de sus madres, las familias se desintegran, la droga, la pornografía, el vicio campan a lo ancho del mundo.
Cristo nos dice que él es el camino, la verdad y la vida, pero pocos se lo creen y actúan en consecuencia. Se intenta un Nuevo Orden Mundial en el que se redefinan el papel de los sexos, de los familias, de las religiones que en definitiva será cercenar nuestros derechos y nuestras libertades a cambio de “otros derechos, otras libertades” en una gigantesca dictadura de lo políticamente correcto, de unos estados omnipotentes pero incapaces de darnos ninguna esperanza para después de la muerte. A lo más que llegan es a ofrecernos una muerte rápida, la eutanasia, a la que llaman con el eufemismo de muerte digna.
Ojalá fuéramos capaces de reaccionar sin demora y confiar más en Dios que en la democracia, más en la vida eterna que en la ONU. Amar al prójimo como a uno mismo sería: si yo busco el reino de Dios, también quiero que los demás lo encuentren.
Francisco Rodríguez Barragán
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Mi reflexión sobre dos preguntas de las encuestas del CIS


      Más allá de porcentajes ¿seguimos siendo cristianos?
Las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas incluyen dos preguntas relativas a la religiosidad de la persona entrevistada y frecuencia de asistencia a oficios religiosos, cuyos resultados no suelen ser citados ni comentados en los medios de comunicación.
Si nos tomamos la molestia de revisar estos indicadores en meses anteriores, podemos observar que se confiesan católicos un porcentaje fluctuante que no supera el 70% y del que solo va a misa dominical el 13 ó 14%, datos que no dejan en muy buen lugar nuestro catolicismo, aunque mucha gente acuda a presenciar procesiones, romerías  y otros eventos entre folclóricos y religiosos.
El indicador que trata de medir la religiosidad de los españoles solo añade para comprobarlo el dato de la asistencia a la misa dominical que resulta bastante desolador pues cualquiera puede comprobar, que de los asistentes a la Eucaristía, la mayor parte son personas bastante mayores y muy escasos los jóvenes.
Hay sin duda alguna un alejamiento de las raíces religiosas en toda Europa, sustituidas por un relativismo galopante. Vivimos, como dicen algunos autores, en los tiempos de la pos-verdad, en los que hemos dejado de creer, para afirmarnos a nosotros mismos sin ninguna referencia a la trascendencia.
Resulta más cómodo, al parecer, vivir como si Dios no existiera, como si las reglas morales hubieran dejado de obligar, sin observar que estamos cada vez más sometidos a acatar otras normas, otras ideologías, otras promesas de felicidad que nadie garantiza. Cada vez más lejos de Dios y más sometidos a los amos del mundo que nos imponen un Nuevo Orden Mundial, desde altos organismos o desde tiránicas administraciones que intentan redefinir el papel de las religiones, de las instituciones y ¡hasta de la bilogía!
Cuando el cristianismo se abría paso en un mundo pagano un escritor del siglo II, quizás obispo de Atenas, nos dejó una carta dirigida a un tal Diogneto explicándole quienes eran los cristianos y decía, entre otras cosas, que no se distinguían de los demás hombres, ni vivían apartados de los demás, pero las doctrinas que profesaban no han sido inventadas por el talento o la especulación de otros hombres y su conducta resulta admirable y sorprendente. Se casan como todos y engendran hijos pero no exponen (eliminan, abandonan, abortan) a los que les nacen.
Sigue diciendo que los cristianos ponen mesa común pero no lecho, no viven según la carne, se preocupan por las cosas de la tierra pero se sienten ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes pero con su vida la sobrepasan. Aunque a todos aman son perseguidos, se les desconoce y se les condena. Son pobres y enriquecen a muchos, se les injuria, se les odia y ellos perdonan. Viven como de paso, esperando una vida incorruptible.
¿Acaso somos así los que nos decimos cristianos? ¿Contraemos matrimonio para siempre en amor y fidelidad? ¿Estamos abiertos a recibir con generosidad y alegría nuevas vidas? ¿Colaboramos por hacer un mundo más justo? ¿Cómo respondemos a los que nos atacan? ¿Compartimos o atesoramos? ¿Servimos a Dios o al dinero?  
La religiosidad no puede medirse solo por la asistencia a la misa dominical, pero desde ella, como fuente de amor comunitario, hay que examinar si actuamos como verdaderos cristianos. Seguramente el que escribió la carta a Diogneto no nos reconocería.
¿Qué podemos hacer?
Francisco Rodríguez Barragán
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Las cruces de mayo en Granada


            La cruz la podemos encontrar en cualquier sitio ¿Qué nos dice?
Como cada tres de mayo celebramos en Granada la Fiesta de la Cruz. En patios y plazas se levantan cruces cubiertas de claveles y adornadas con los más variados objetos: cacharros de cobre, cerámicas de Fajalauza, macetas y hasta pequeñas imágenes. Cada cruz es obra de asociaciones de vecinos, comercios y cofradías que las presentan a concurso y se premian por el Ayuntamiento las mejores.
Alrededor de tales cruces la gente canta y baila y va de una a otra tomando cerveza o vino, acompañados de las correspondientes tapas en cualquiera de los numerosos bares y terrazas cada vez más abundantes en esta Ciudad.
Según se dice la madre del emperador Constantino, Santa Elena, en el año 326, hizo derribar un templo pagano construido por los romanos en el sitio donde Jesús fue crucificado y encontró la verdadera cruz de Cristo y los cristianos incluyeron en su liturgia la fiesta de la Vera Cruz, aunque es más que probable que las mayoría de las personas que acuden a la fiesta no tengan idea del hallazgo de Santa Elena.
Pero la cruz fue un patíbulo donde morían los condenados a muerte y cuando en la Semana Santa desfilan procesiones con maravillosas esculturas barrocas de Jesús Crucificado, sospecho que tampoco se capta el horror de la crucifixión en la que el ajusticiado era un guiñapo desnudo y apaleado con saña y no el de la bella imagen modelada o pintado por el artista.
Cuando Jesús comprende que llega su hora y que va a morir en la cruz lo anuncia a sus discípulos diciéndoles: el que quiera seguirme niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Para sus discípulos, que sabían bien lo que era la cruz aquellas palabras resultarían dramáticas. Pero la invitación al seguimiento de Jesús alcanza a todos los que nos decimos cristianos, aunque estemos lejos de serlo ni de seguirlo y la primera dificultad es la condición previa de negarse a sí mismo.
El mundo y sus instituciones, desde la educación a los libros de autoayuda lo que nos inculcan es que nos afirmemos a nosotros mismos, que busquemos triunfar en la vida, pero Jesús les dice, y nos dice, algo tremendo: quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará y añade: Pues, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?
Naturalmente, mientras buscamos  triunfar en la vida no queremos pensar en que esta vida se acaba con la muerte, todos nuestros esfuerzos, nuestros triunfos, nuestros honores, se quedarán en nada y después de la muerte ¿qué?
En cambio el que está dispuesto a seguir a Jesús, el que no teme morir por los demás, el que decide amar al prójimo más que a sí mismo, el que está dispuesto a perdonar a sus enemigos, a perderlo todo, cuando llegue a su final encontrará la vida eterna prometida por Dios a los que siguen a Cristo.
Muchos pensarán que lo importante es vivir lo mejor posible porque después no hay nada.  ¿Está seguro? Para creer en Jesús y en la vida eterna hace falta fe y esta fe no le faltará a nadie dispuesto a acogerla.
Pensaba todo esto mientras miraba las cruces de mayo, hechas de claveles.
Francisco Rodríguez Barragán
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Ingeniería social y ampliación de derechos


            De cómo se puede convencer a la gente de cualquier cosa
Hay palabras que se ponen en circulación que nunca son inocuas, aunque mucha gente no detecte la potente carga destructiva que contienen. Cuando llegamos a comprender de lo que se trata suele ser tarde. Recuerden la advertencia evangélica: los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz.  Quienes pretenden organizar el mundo a su antojo encuentran medios y métodos eficaces frente a la inactividad de los que creemos estar en la verdad, en la luz,  pero no la defendemos ni la comunicamos.
Recordemos a los gobernantes que lanzaron la consigna de la ampliación de derechos y con reconocida eficacia consiguieron que la gente asumiera sin gran resistencia convertir un delito, abortar una vida en gestación, en un derecho prácticamente absoluto, asumir que el sexo de las personas no es biológico sino elegido, que el matrimonio “para todos” ha llevado a las uniones homosexuales y a las uniones heterosexuales a ser sustituidas por vivir en pareja, sin formalizar ningún tipo de compromiso, las rupturas matrimoniales en lugar de intentar recomponerlas, se les facilita el divorcio exprés que puede gestionarse desde una aplicación informática.
Aquello que dice el artículo 14 de la Constitución de que todos somos iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna en razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia, se ha cambiado radicalmente. Aunque pocas veces se denunciara discriminación, ahora se han convencido a las mujeres y a todos aquellos con orientación sexual diferente para que gocen de una discriminación positiva en el ámbito jurídico y puedan denunciar de cualquier tipo de fobia a toda persona que piense diferente.
La expresión “salir del armario”, que hacía referencia a todos aquellos que decidían confesar abiertamente su homosexualidad, se ha llevado a una reivindicación agresiva con banderas, fanfarrias y desfiles de dudoso gusto y a conseguir que se eduque a los niños en estos “nuevos valores”.
Ha sido toda una labor de ingeniería social llevada a cabo por los ingenieros de la escuadra y el compás bordados en el mandil, que se felicitan del retroceso de las enseñanzas y tradiciones judeo-cristianas, cuya desaparición total vienen propugnando desde la Ilustración  como condición para un mundo feliz (quizás el de Huxley).
El proceso que han llevado a cabo astutamente comienza con una fase emotiva para despertar en la gente simpatía y compasión por determinados colectivos al mismo tiempo que se invita a actos revolucionarios. A continuación se utilizan opiniones científicas, debidamente manipuladas, que abogan por leyes que modifiquen la situación, haciendo obligatoria su aplicación y su enseñanza. Los sistemas democráticos, más allá de gestionar el bien público, se han arrogado la autoridad de definir el bien y el mal y dejan institucionalizada cualquier cosa, si tienen votos suficientes en el parlamento.
Como naturalmente siempre habrá ciudadanos que no estemos conformes con esas ampliaciones de derechos, ya se cuidan los gobernantes de penalizar y castigar a los disconformes, señalándolos como apestados, marcándolos con la estrella amarilla de “ultras”, que siempre se reserva a la derecha y nunca a la izquierda.
Si además este proceso se desarrolla en todo el mundo occidental y cuentas con las bendiciones de los organismos de la ONU y de la Unión Europea, ya pueden suponer que no es fácil reivindicar la vuelta a los valores morales que debían configurarnos como personas libres.
Francisco Rodríguez Barragán
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Virtudes vaciadas de contenido


            La fe, la esperanza y la caridad son dones de Dios que podemos rechazar
Cualquiera puede ser una persona virtuosa siempre que evite los vicios y observe una conducta honesta y respetable, pero hay virtudes que son dones de Dios que recibimos por medio del Espíritu Santo y que podemos aceptar, ignorar o rechazar, son la fe, la esperanza y la caridad que los cristianos llamamos virtudes teologales pero que a menudo las vaciamos de su contenido para utilizarlas a nuestro antojo.
La fe teologal consiste en creer en Dios, que nos creó por amor, se nos ha revelado en Jesús y al que podemos gozar después de la muerte por toda la eternidad.
Pero como un Dios personal no nos resulta manipulable, lo hemos sustituido por el gran arquitecto o el gran relojero del universo o mejor una fuerza impersonal: el big bang, la gran explosión seguida de la evolución, en definitiva la fe en Dios la hemos sustituido por la fe en nosotros mismos, en nuestra propia razón, en la ciencia obra de manos humanas, en nuestros programas, nuestra técnica, nuestras ideologías. Es la gran tentación del demonio en el paraíso: seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Luego las cosas no nos salen bien, los sueños de poder y dominio se desvanecen y sobre todo no podemos conjurar nuestra propia muerte.
 Esperar que lo  revelado por Dios, a través de Jesús se cumplirá, es el contenido de la virtud teologal de la esperanza, pero si hemos eliminado a Dios de nuestro horizonte  ¿en qué esperamos? Pues en las promesas de otros hombres que nos venden felicidad a cambio de nuestra sumisión a sus ideas y sus programas, y aunque  resulten una y otra vez fallidos, seguimos esperando un estado de bienestar, una Arcadia feliz, un mundo en paz.
La tercera de las virtudes teologales es la caridad: amar al prójimo como Dios nos ama, pero parece que no estamos seguros de que Dios nos ame. Si lo pasamos bien es gracias a nosotros mismos, si lo pasamos mal siempre es por culpa de alguien, incluso por culpa de Dios. ¿Si Dios me ama como ha dejado que pierda mi trabajo? ¿Si Dios me ama por qué estoy enfermo? El Dios que hemos eliminado de nuestras vidas llegamos hasta hacerlo culpable de nuestras desgracias ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?
La caridad cristiana es, en mi opinión, la que hemos conseguido desvirtuarla por completo, especialmente los creyentes, haciéndola irreconocible. ¿Quién es mi prójimo? La pregunta interesada ya recibió respuesta de Jesús con la parábola del buen samaritano. No es solo amar al prójimo como a uno mismo ¡qué ya es difícil!, sino ir mucho más allá, encarnarse en los que necesitan nuestra ayuda, amar incluso a quienes nos persiguen y calumnian, estar dispuesto a dar no solo de lo nuestro sino nuestra propia vida por los demás.
Pero en realidad hemos encontrado formas de tranquilizar nuestra conciencia sin mirar a los pobres, sin tocarlos, sin ensuciarnos las manos con la miseria, basta con que echemos unas monedas en el cepillo o nos apuntemos con una cuota en Cáritas, Cruz Roja, Manos Unidas o cualquier otra o pongamos la cruz en la declaración de la Renta. ¡Ea, ya somos caritativos! Todo organizado, unos voluntarios que reparten alimentos, unas monjitas que cuidan de los viejos, de los huérfanos, de los leprosos, de los hambrientos,  pero lejos de nosotros.
Hemos sustituido el amor al prójimo por un humanitarismo filantrópico del que nos sentimos muy satisfechos. ¿Es esto la virtud teologal de la caridad? Que cada cual se responda a sí mismo, incluido yo que estoy escribiendo esto.
Francisco Rodríguez Barragán

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