sábado, 26 de enero de 2013

Nuestra civilización y nuestra fe



Cuando nos encontramos con amigos de nuestra misma o similar edad, es decir bastante viejos, lo más usual es que nos dediquemos a hacer inventario de nuestros achaques. Hace poco al preguntar a uno de ellos sobre su estado, ya que lo vi bastante desmejorado, me respondió: pues, ya ves, en las postrimerías.

Seguramente  para la mayoría de la gente esto de las postrimerías no tendrá ni idea de lo que significa. Quizás deduzcan que se trata del final de algo y si lo dice un anciano tembloroso y desmejorado pueden pensar que le falta poco para morirse.

Los que en nuestra infancia nos aprendimos de memoria el catecismo de la doctrina cristiana de los Padres Ripalda y Astete,  con preguntas y respuestas, sí sabemos lo que son los novísimos o postrimerías, por aquello de que los mayores olvidamos las cosas que nos dijeron hace un rato, pero recordamos las cosas aprendidas en nuestra niñez.

A la pregunta de ¿Cuántos son los novísimos? Se respondía: cuatro, a saber, muerte, juicio, infierno y gloria y a continuación se explicaba qué es la gloria y lo que habíamos de hacer para llegar a ella.

La educación de las siguientes generaciones abandonó la utilización del poderoso instrumento de la memoria para fijar cuestiones fundamentales para nuestra vida. No es lo mismo memorizar algo de forma sintética, que rellenar una ficha o escuchar con mayor o menor atención una explicación más o menos larga. Definiciones sintéticas de matemáticas, geometría, gramática o religión, si fueron memorizadas nos servirán para siempre.

Leer en alta voz, escribir al dictado, hacer una redacción, sumar, restar, multiplicar y dividir con soltura, son cosas que me han resultado utilísimas en mi vida, para comprender lo que leo, para fijar la ortografía y sintaxis de lo que escribo, para ajustar cualquier cuenta sin recurrir a la calculadora.

Mi vida creyente se inició con aquellos catecismos, en los que mi madre me repasaba las preguntas para ver si me sabía de memoria las respuestas. Sin aquella base quizás no habría tenido oportunidad de profundizar, dentro de la iglesia,  en las preguntas fundamentales acerca de quién soy, cuál es mi fin, qué debo hacer, qué me cabe esperar, quién es Dios para mí, qué representa Cristo en mi vida.

Comprendo que haya mucha gente que no sea creyente, la fe es un don de Dios, que puede aceptarse o rechazarse, en uso de nuestra libertad. Pero no es comprensible que también se de la espalda a la cultura que ha hecho posible la civilización en que vivimos. Es bochornoso comprobar la ignorancia acerca de cuestiones religiosas de los concursantes que aparecen en la televisión. En estos días de Navidad cuando les preguntaron dónde nació Jesús, según la Biblia, ¡no lo sabían!

La ignorancia acerca de nuestra propia civilización nos impide, cada vez más, gozar del arte que nos rodea, de entender el significado de una catedral, de un retablo, de un cuadro, de una sinfonía, de un poema. Dos milenios de civilización se están disolviendo. Hay que salvar, como sea, nuestra cultura occidental y nuestra fe cristiana.

Francisco Rodríguez Barragán





 

 

 

 

 

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