Cuando nos encontramos con
amigos de nuestra misma o similar edad, es decir bastante viejos, lo más usual
es que nos dediquemos a hacer inventario de nuestros achaques. Hace poco al
preguntar a uno de ellos sobre su estado, ya que lo vi bastante desmejorado, me
respondió: pues, ya ves, en las postrimerías.
Seguramente para la mayoría de la gente esto de las
postrimerías no tendrá ni idea de lo que significa. Quizás deduzcan que se
trata del final de algo y si lo dice un anciano tembloroso y desmejorado pueden
pensar que le falta poco para morirse.
Los que en nuestra infancia nos
aprendimos de memoria el catecismo de la doctrina cristiana de los Padres
Ripalda y Astete, con preguntas y
respuestas, sí sabemos lo que son los novísimos
o postrimerías, por aquello de que los mayores olvidamos las cosas que nos
dijeron hace un rato, pero recordamos las cosas aprendidas en nuestra niñez.
A la pregunta de ¿Cuántos son
los novísimos? Se respondía: cuatro, a saber, muerte, juicio, infierno y gloria y a continuación se explicaba qué es la gloria y lo que habíamos de hacer
para llegar a ella.
La educación de las siguientes
generaciones abandonó la utilización del poderoso instrumento de la memoria
para fijar cuestiones fundamentales para nuestra vida. No es lo mismo memorizar
algo de forma sintética, que rellenar una ficha o escuchar con mayor o menor
atención una explicación más o menos larga. Definiciones sintéticas de
matemáticas, geometría, gramática o religión, si fueron memorizadas nos
servirán para siempre.
Leer en alta voz, escribir al
dictado, hacer una redacción, sumar, restar, multiplicar y dividir con soltura,
son cosas que me han resultado utilísimas en mi vida, para comprender lo que
leo, para fijar la ortografía y sintaxis de lo que escribo, para ajustar
cualquier cuenta sin recurrir a la calculadora.
Mi vida creyente se inició con
aquellos catecismos, en los que mi madre me repasaba las preguntas para ver si
me sabía de memoria las respuestas. Sin aquella base quizás no habría tenido
oportunidad de profundizar, dentro de la iglesia, en las preguntas fundamentales acerca de quién
soy, cuál es mi fin, qué debo hacer, qué me cabe esperar, quién es Dios para
mí, qué representa Cristo en mi vida.
Comprendo que haya mucha gente
que no sea creyente, la fe es un don de Dios, que puede aceptarse o rechazarse,
en uso de nuestra libertad. Pero no es comprensible que también se de la
espalda a la cultura que ha hecho posible la civilización en que vivimos. Es
bochornoso comprobar la ignorancia acerca de cuestiones religiosas de los
concursantes que aparecen en la televisión. En estos días de Navidad cuando les
preguntaron dónde nació Jesús, según la Biblia, ¡no lo sabían!
La ignorancia acerca de nuestra
propia civilización nos impide, cada vez más, gozar del arte que nos rodea, de
entender el significado de una catedral, de un retablo, de un cuadro, de una
sinfonía, de un poema. Dos milenios de civilización se están disolviendo. Hay
que salvar, como sea, nuestra cultura occidental y nuestra fe cristiana.
Francisco Rodríguez Barragán
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