Estamos saturados de noticias,
comentarios o campañas, acerca de delitos de corrupción, cohechos,
malversaciones, estafas o fraudes en la gestión económica de las más variadas
entidades. No sé si la gente sigue con atención la instrucción de los procesos
y diligencias judiciales, imputaciones, declaraciones, fianzas, apelaciones y
recursos. Quizás sólo les llega el fragor de estas contiendas y la convicción
de todos los políticos son culpables. Las encuestas del CIS señalan a la clase
política como problema importante, junto al paro y la economía.
Pasan más desapercibidos
aquellos políticos que, sin duda, se esfuerzan por prestar a la sociedad el
servicio para el que fueron elegidos. Nuestra capacidad para distinguir el bien
y el mal, lo bueno y lo malo, la utilizamos más a menudo para señalar las
maldades del prójimo, especialmente si este prójimo ha sido señalado por la
opinión publicada como culpable.
No deja de ser curioso que se
hable tanto de la presunción de inocencia,
que todos dicen defender, pero que en
realidad es una presunción de
culpabilidad, con pena de telediario. Antes de que los tribunales se
pronuncien, el imputado casi siempre ya ha sido condenado por la sociedad,
inducida por los medios de comunicación.
Nuestro Código penal es un
enorme mamotreto con más de seiscientos artículos que tipifican las conductas
que deben ser objeto de penas y sanciones. Los que hacen el mal deben ser
castigados y cuando alguien es enviado a prisión pensamos que se ha hecho
justicia.
Pero a pesar de su volumen el
código penal solo recoge determinados delitos y faltas, que nuestros
legisladores consideraron necesarios para restablecer el orden social amenazado
o resarcir a los injustamente maltratados en su persona o bienes, castigando a las
personas que actuaron en forma dolosa y criminal, con todos sus agravantes y
atenuantes.
La mayoría de las personas,
afortunadamente, no nos vemos amenazadas por el código penal, pero no por ello
actuamos siempre de forma ejemplar. Todos preferimos la verdad a la mentira,
nos enfadamos si alguien nos miente, pero buscamos las más variadas
justificaciones a nuestros propios embustes; preferimos la equidad al abuso, la
virtud al vicio, la seriedad al desmadre, la fidelidad a la traición, etc. Pero
no siempre somos justos y equitativos en nuestras relaciones con los demás,
justificamos nuestros vicios, nuestras infidelidades, incluso nuestros abusos; quizás
somos avaros, codiciosos, envidiosos, lujuriosos o vagos. Los tribunales no nos
sancionaron por estas cosas pero no podemos sentirnos justificados ante
nosotros mismos ni ante Dios.
Ya sé que no lleva mucho hablar
de pecado ni de perdón, pero los delitos que persigue la justicia son también
pecados. El viejo precepto de no hacer a otro lo que no quieras que te hagan
¿acaso está abolido? Necesitamos entrar dentro de nosotros mismos para ver
nuestros fallos, hacer propósito de la enmienda y pedir perdón. No es
suficiente la labor de todos los tribunales, si no cambiamos nuestras actitudes
personales, tampoco cambiará nuestra sociedad.
Francisco Rodríguez Barragán
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