La Organización de Naciones Unidas creada en 1945, tras la II Guerra Mundial, está teniendo una vida mucho más larga que su antecedente la Sociedad Naciones, que solo duró desde 1920 a 1946. Tanto una como otra nacieron con el noble propósito de mantener la paz en el mundo. La Sociedad de Naciones no consiguió evitar la segunda guerra Mundial, la ONU tampoco ha conseguido evitar guerras limitadas, pero continuas, que se han ido produciendo en nuestro mundo, desde la de Corea a la actual contra el llamado estado islámico.
En 1948 la ONU alumbró la
Declaración Universal de derechos humanos cuyo artículo primero declaró que
todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, pero uno
de los firmantes, los Estados Unidos, mantuvieron la discriminación racial
hasta finales de los años 60, y se abstuvieron la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas y sus satélites lo mismo que hizo Arabia Saudí.
El derecho de veto que se
reservaron determinados países pone de manifiesto que a pesar de los
altisonantes propósitos, esta organización supranacional ha estado al servicio
de los intereses de los más fuertes. Seguramente si no hubiese existido la ONU
habría sido peor, pero confiar en ella como última instancia para restablecer
la justicia y el orden, parece excesivo.
A lo largo del tiempo la ONU
ha ido creciendo en complejidad y creando otros organismos que funcionan
teóricamente bajo su control pero que en realidad manejan una maraña de
expertos al servicio de variados grupos de presión económicos e ideológicos.
La imposición de políticas
antinatalistas, bajo el eufemismo de salud sexual y reproductiva, la difusión
de la ideología de género o la promoción de “nuevos derechos emergentes”,
cuando tanto queda por hacer respecto a los que detalló la Declaración
Universal, resulta inquietante.
Ahora se está celebrando la
Cumbre sobre el calentamiento del planeta. Pedir a todos que dejemos de
estropear nuestro ambiente, mares, ríos, bosques y montañas, con basura me
parece excelente, pero pretender que todos los países reduzcan sus emisiones de
CO2, es la oportunidad para que los más poderosos impongan una carga onerosa a
los pobres con la coartada de salvar el planeta.
Que las variaciones
climáticas a escala planetaria sean producidas por el hombre no es algo
indubitable. La actividad solar y la actividad volcánica quizás tengan más
influencia que el parque automovilístico o las calderas de calefacción. La
industria necesita energía para cualquier proceso de transformación y sería
altamente beneficioso utilizar una que fuera limpia y barata. Creo que hay
muchas posibilidades de sustituir la energía fósil por la fotovoltaica la
eólica o la nuclear. Esta última ha contado con la cerrada oposición ecologista
con su lema “Nucleares no, gracias”.
Puede que en todo ello
entren en liza los más variados intereses. Si se abandona el petróleo, el gas o
el carbón algunos saldrán perjudicados. Si se opta por las renovables algunos
saldrán beneficiados, aunque aquí en España no parece que nos haya abaratado el
consumo haber invertido grandes cantidades en placas solares o columnas
eólicas.
Detrás de cada actuación de
los organismos de la ONU, como soy mal pensado, creo que lo que se mueve no son
sus elevados propósitos fundacionales sino simplemente intereses económicos y
en esto del clima también.
Francisco Rodríguez Barragán
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