Es hora de recuperar los dones del Espíritu Santo y la
práctica de las virtudes que nos
pueden hacer mejores personas.
Como anuncié en mi anterior
artículo, también creo en la Iglesia, la que anunció Jesucristo y difundieron por
el mundo aquellos rudos pescadores de Galilea, pero sin arreglos ni
maquillajes, la que sigue el impulso del Espíritu Santo, dispuesto siempre a
repartir sus dones, aunque muchos no quieran recibirlos para poder seguir sus
propias ideas.
Por tanto creer en la Iglesia
significa también creer en el Espíritu Santo, señor y dador de vida que otorga
el don de la sabiduría que tanto necesitamos para distinguir el bien del mal,
la virtud del vicio, la verdad de la mentira. El don de la sabiduría va
acompañado del don de entendimiento, del don de consejo, del don de fortaleza,
del don de ciencia, del don de piedad y del don de temor de Dios.
Son cosas que aprendí en el
viejo catecismo Ripalda pero que he
encontrado en el Nuevo Testamento. Un solo Dios, un solo Espíritu, una sola
Iglesia a la que accedemos por el bautismo y en la que podemos afianzarnos a
través de los sacramentos.
Mala cosa es que cada cual se
invente una iglesia a su gusto, que intente actualizarla de acuerdo con sus
ideas mundanas o viva de espaldas a su mensaje de salvación.
Lo mismo que el pueblo judío
fue tergiversando el mensaje que le fue confiado por Dios hasta hacerlo
irreconocible, los cristianos también hemos manipulado la buena noticia del
evangelio a través de múltiples herejías, rompiendo la unidad de la Iglesia por
la que Cristo mismo oró diciendo que todos sean uno, como tú y yo, el Padre y
el Hijo, somos uno.
En la medida en que la
humanidad se cree cada vez más autosuficiente va alejándose de Dios y cayendo
en el pecado. ¿Acaso no somos conscientes de que vivimos en una situación de
pecado, socialmente aceptado, como las uniones sexuales de cualquier tipo y sin
responsabilidad, el aborto incentivado, o la eutanasia amenazante?
La insensatez humana cree que
puede hacer un mundo mejor que el plan que Dios pensó para nosotros. Si es
verdad que hemos encontrado miles de inventos para hacernos la vida más fácil o
para vivir más años, lo cierto es que el deterioro de las personas es imparable
y la muerte nos espera. Cuando nos hacemos conscientes de este destino
inexorable pretendemos conjurarlo afirmando que después de la muerte no hay
nada. ¿Seguro?
Pero los vivientes aquí y ahora
aún tenemos tiempo de cambiar, de aceptar los regalos, los dones, del Espíritu
Santo. Podemos descubrir que puede haber más alegría en dar que en recibir, que
la esperanza de plenitud puede ser colmada por Dios. Creer en la propuesta de
Dios por la fe, esperar en un mundo nuevo y mejor, donde habite la justicia y
la caridad sea como el aire que respiremos.
Bastaría dedicar cada día unos
minutos a descubrir dónde está la verdad para rechazar la mentira, descubrir
que apostar por la justicia resulta más efectivo que enredarnos en la
injusticia, que las virtudes son siempre más valiosas que los vicios. Estamos a
tiempo, no nos dejemos enredar.
Francisco Rodríguez
Barragán
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