Nuestra Constitución, en su artículo 56, dice que el Rey es el Jefe del Estado y símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones y asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, declara que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, pues de sus actos serán responsables las personas que los refrenden, es decir el Gobierno.
Está
claro que el Rey carece de poderes, la potestas, el poder corresponde al
Gobierno que la ejerce a través de su estructura jerárquica que utiliza el
poder coercitivo que, en principio, resulta socialmente reconocido. Son los
cambiantes gobiernos los que dictan leyes y normas de obligado cumplimiento y
tienen los medios para imponerlas a los ciudadanos.
Pero
el encargo constitucional de arbitrar y
moderar el funcionamiento regular de las instituciones, requiere que el Rey
tenga la autoridad, la auctoritas, que es un saber
socialmente reconocido, que hay que adquirir mediante un esfuerzo sostenido,
para estar por encima y más allá de las luchas de poder, de los intereses
partidarios.
Solo
será posible el papel moderador del Rey si su auctoritas nace de un
bien desarrollado sentido común, de una conducta intachable, desprendida,
generosa, capaz de acercarse a los ciudadanos y comprenderlos, capaz de señalar
los fallos y las equivocaciones que cometan las instituciones. Podrá moderar y
arbitrar cuando sus observaciones y sugerencias tengan el suficiente peso para
ser escuchadas por los que detentan la potestas, sin que el ser aceptadas o
rechazadas merme para nada su auctoritas.
Si
la actividad política ha de tener como objetivo el bien común, el primer servidor
del bien común ha de ser el Rey, cumpliendo aquello de quien quiera ser el
primero sea el último y el servidor de todos.
Es
de suponer que el nuevo Rey llega bien preparado para el ejercicio de su papel
pero, además de estar al corriente de lo que pasa en Europa y en el mundo, ha
de conocer nuestra situación real, en los ámbitos internacionales, por encima
de las visiones interesadas y partidistas. No podemos reducir el papel del Rey
al de mero agente de la marca España.
Desempeñar
adecuadamente el papel de Rey exige más tiempo de reflexión que de distracción.
Exige un gran amor por la verdad y la justicia, lo cual implicará sin duda
problemas y sacrificios. La influencia moderadora hay que ganarla cada día,
demostrando con hechos que el bien común de los españoles está por encima de
cualquier otro interés. Por supuesto que habrá de sufrir tensiones importantes
con los gobernantes investidos de potestas, si tiene que llamarles la
atención por sus conductas inapropiadas.
Los
fundamentalistas democráticos estarán siempre amenazando con abolir la
monarquía parlamentaria para sustituirla por algún tipo de república. La
conducta del Rey tendrá que demostrar día a día que se puede amar y servir a
España sin necesidad de ser elegido en las urnas, ni encabezar ningún partido
monárquico.
Esperemos
que el nuevo Rey Felipe VI satisfaga los deseos de paz, justicia y prosperidad
que tenemos los españoles. Por mi parte pido a Dios que le dé larga vida y acierto en sus decisiones.
Francisco
Rodríguez Barragán
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