Las palabras llegan a
configurar la realidad de una manera eficaz. Si dejamos de usar una palabra el
contenido de la misma parece haber desaparecido de nuestro vivir. Por ejemplo
la palabra Dios que observo que cada vez la usamos menos.
Si entras en cualquier sitio
y dices: buenos días nos dé Dios, nos mirarán con curiosidad lo mismo que si
nos despedimos con un quédese con Dios, hasta en los entierros se dice más lo
de le acompaño en el sentimiento que: Dios le haya perdonado.
Cundo expresamos un deseo, alguna
vez decimos: quiera Dios que pase esto o lo otro, pero es cada vez menos
frecuente. Decir: gracias a Dios por algo, se dice cada vez menos,
especialmente la gente joven ha perdido la costumbre de nombrar a Dios para
nada.
Antes se rezaba en las escuelas
al empezar las clases y si era un colegio religioso se practicaban otras
devociones como el Ángelus, la sabatina, o el mes de mayo en honor de la
Virgen. Hoy ha desaparecido tanto en los públicos como en los concertados.
Los ilustrados del siglo de
las luces, que tanto propagaron el ateísmo, tuvieron menos éxito que los
relativistas actuales que, en lugar de atacar, simplemente toleran que haya
personas creyentes, aunque traten de recluirlas al ámbito privado, salvo que
algunas de sus manifestaciones puedan tener un resultado económico.
Eliminado Dios como
referencia absoluta del bien y la verdad, se disuelven otros conceptos como el
de virtud y pecado. Se habla de educar en valores, concepto ambiguo y cambiante
ya que se pueden poner en valor conductas o tendencias sexuales o de género
que, no diría yo, son valiosas. Educar
en virtudes era otra cosa que al parecer ya no se lleva: educar en la verdad,
en la fidelidad, en la castidad, en la humildad o en la caridad tenían como
contrapunto el pecado, palabra que también ha sido eliminada de la circulación.
Parece que solo la
corrupción económica es vituperable, no tanto en relación con el séptimo
mandamiento, como en el código penal. Las cosas han llegado a ser buenas o
malas según lo que digan las leyes humanas en lugar de determinarse por la Ley
de Dios. Pero las leyes humanas pueden cambiarse a gusto de los gobernantes, la
de Dios no admite cambios ni relativismo.
Si hacemos un recorrido por
los diez mandamientos resulta desolador. Amar a Dios sobre todas las cosas, ¡a
quién se le ocurre! Poner a Dios por testigo de nuestros juramentos, pero si ya
no se jura sino que se promete, aunque nadie resulta castigado por
incumplimiento de sus promesas, ya sea de cumplir y hacer cumplir las leyes, o
de guardar fidelidad al cónyuge. ¿Qué será eso de santificar las fiestas?
Honrar a los padres y educar
a los hijos exige la existencia de una familia estable pero no provisional y
cambiante, con padre y madre. El Estado pretende sustituir a los padres para
ser único educador de las nuevas generaciones. La institución familiar, base de
la sociedad, está destruyéndose a marchas forzadas. Después de la reforma del
derecho de familia de nuestro viejo código civil ¿qué ha quedado del matrimonio
o de los derechos y obligaciones recíprocos entre padres e hijos?
Habrá que seguir
reflexionando en un próximo artículo, si es que los que me lean quieran
reflexionar.
Francisco Rodríguez Barragán
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