Me alegro de conservar libros
viejos para leerlos otra vez y huir de los telediarios.
En esta barahúnda constante en la
que todos combaten a todos, en la que todos dicen verdades y mentiras respecto
a la política tanto nacional como internacional, ¿cómo podré orientarme?
Hastiado de tanto telediario
teledirigido desde el gobierno o al servicio de unos pocos adinerados, opté por
refugiarme en la lectura de los diálogos de Platón y poner atención a la Apología
de Sócrates, incansable buscador de la verdad y condenado por ello a beber la
cicuta, veneno que no rechazó tomar para ser consecuente con su postura de
ciudadano comprometido con los atenienses que él trataba de educar y no de
corromper a la juventud, como fue acusado.
En las frecuentes disputas que se
entablaban en la plaza pública de Atenas Sócrates conseguía dejar en ridículo a
los sofistas y su relativismo moral, mientras defendía que la virtud consiste
en el conocimiento del bien, para lo que es imprescindible conocerse a sí
mismo.
Mientras que la mayoría, antes y
ahora, busca en primer lugar lo que los beneficia, Sócrates buscaba siempre la
verdad. Vivir en la verdad no es fácil y si demuestras que otros están en el
error, error que defienden en la medida que los favorece, es seguro que
buscarán la ruina de Sócrates y le denunciarán ante el Areópago, tribunal
encargado de resolver los problemas entre los ciudadanos.
La acusación que presentaron fue
que corrompía a la juventud y no creía en los dioses de la ciudad, precisamente
cuando lo que trataba era de educarlos en la búsqueda de la verdad.
Pero la verdad siempre es
peligrosa y quienes mandan parecen más interesados en entretenerlos con juegos
y deportes y hasta con ideas libertinas y corruptoras que en impartirles una
exigente educación moral.
Ante el tribunal Sócrates
interroga hábilmente a sus acusadores y les echa en cara que si le han visto
caer en alguna corrupción podrían haberle advertido directamente. Como además
le acusan de no creer en los dioses ni en el sol ni la luna, su acusador cae en
ridículo.
Pero Sócrates es consciente de
que sus preguntas habían dejado en ridículo a muchos atenienses y así lo
confiesa ante sus jueces y añade que en su obrar no hace cálculos interesados,
solo se pregunta si es justa o no su acción.
Por una exigua mayoría el
tribunal condena a Sócrates y éste responde al tribunal que ya lo esperaba,
pero que lo extraño es que sea una exigua mayoría la que lo condene por lo que
sus acusadores debían admitir ello como una derrota.
La condena es a muerte, pero el
condenado arguye que, si la merece por haber desdeñado fama y honores, llevar
una vida tranquila y desdeñar lo que la mayor parte de los hombres desean sobre
todas las cosas, o sea la fortuna, los intereses privados, en cambio, él ha
querido persuadir a sus conciudadanos de que se ocupasen menos de lo que les
pertenece que de ellos mismos, con objeto de que se volviesen mejores y tan
razonables como fuese posible, lo que merecería una buena recompensa para
quien, como él, ha empleado su tiempo en exhortar a sus conciudadanos a ser
justos.
Sócrates aceptará la muerte, no
buscará escapar de la ciudad y beberá la cicuta dando el mayor ejemplo de
ciudadanía.
No parece que los políticos que
cada día vemos en las redes sociales se acerquen, ni de lejos, a Sócrates.
Claro que hoy se enseñan otras cosas.
Francisco Rodríguez Barragán
PUBLICADO EN
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