Necesitamos tener algunas
certezas fundamentales que nos sirvan de guía en nuestro vivir, pero da la
impresión de que todo se ha desdibujado. Ya no sabemos lo que es bueno ni lo
que es malo, ni lo que es un hombre y una mujer, ni lo que es un matrimonio, ni
lo que es una familia...
Tampoco sabemos si el marco
legal en que se desenvuelve la sociedad resulta ya tan fijo como pensábamos. La
Constitución de la que estábamos bastante satisfechos las personas de mi
generación, está en crisis. Unos quieren reformarla aunque no saben bien cómo
ni para qué. Los últimos en llegar a la escena dicen que es un candado que hay
que romper, aunque tampoco tengo muy claro si lo que desean es imponer algún
sistema asambleario, la anarquía o algo peor.
Nunca había pensado en la
Constitución como un candado aunque, sin duda, pretendía echar definitivamente
el cierre a los enfrentamientos entre españoles: una constitución hecha entre
todos, sin vencedores ni vencidos.
Los derechos y libertades
que garantizan la convivencia han sido utilizados para hacerla imposible, con
constantes intentos de reescribir la historia en lugar de aprender de ella.
Toda la estrategia de la memoria histórica es mantener vivo el enfrentamiento
de hace más de ochenta años. La rotura del candado constitucional servirá, sin
duda, para dar salida de nuevo a todos nuestros demonios familiares.
En las aguas corrompidas
podemos observar como bullen los microbios, las bacterias, los bichos
infecciosos. En el inmenso y cenagoso charco de nuestra vida política no puede
extrañarnos de que hayan aparecido y se multipliquen las más variadas bacterias, capaces de
contagiarnos cualquier clase de dolencias y enfermedades, inclusive algunas de
las que pensábamos erradicadas en Europa desde que cayó el muro hace 25 años.
Los españoles estamos
padeciendo males de muchas clases y nos estamos quedando sin defensas para
resistirlos, esas certezas fundamentales sobre la verdad y la mentira, el bien
y el mal, lo justo y lo injusto, más allá de las leyes y códigos penales que
pueden alterarse por voluntad de efímeras mayorías, más allá de ingenierías
sociales, de “nuevos derechos” disolventes o de nuevas tecnologías genéticas.
Nadie se siente culpable de
nada, los culpables son siempre los otros. Pero en realidad todos somos
culpables del mal que crece a nuestro alrededor, que crece dentro de nosotros
mismos, hasta nuestras ansias de justicia están teñidas de odio, de revancha,
de soberbia.
No nos van a salvar los que
buscan el poder, pero podemos salvarnos si buscamos humildemente la verdad y el
bien. Cuando todas las voces nos gritan que tenemos derecho a gozar sin
límites, es difícil decidirse por llevar una vida sobria, austera, de servicio
a los demás, de dominio de nuestros instintos, de respeto por la vida, de
honestidad, de responsabilidad.
Pero no hay otro camino: ¿o
moralizamos la vida pública desde nuestra propia moralidad personal o sufriremos
las consecuencias? Que lo que estoy
proponiendo es algo anticuado: sin duda, tan antiguo como Dios mismo que nos
creó, tan antiguo como el diablo que está presente y actuando para difundir el
mal ¿o es que no se nota?
Francisco Rodríguez Barragán
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