El domingo pasado escuché en
la misa la lectura del capítulo 13 de la carta de San Pablo a los Corintios. Es
un texto muy conocido que se lee casi siempre en las bodas celebradas por la
Iglesia y en él se detallan las cualidades del amor: el amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe;
no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se
alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites,
cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa
nunca.
Al utilizarse con motivo de
la celebración del matrimonio es posible que pensemos que se refiere solo al amor entre los esposos, pero entiendo
que el amor de que habla San Pablo tendría que ser la norma habitual de
conducta de los cristianos en su vida diaria, en toda ocasión y con todo el
mundo.
Sé perfectamente que no es
fácil pero tenemos que intentarlo. Escuché a alguien decir que el evangelio está por estrenar, pero amar
al prójimo no es una simple sugerencia piadosa sino un mandato imperativo.
Eso de ser paciente se lleva
poco, no ser mal educado sino afable y amable debería ser la norma mínima de
convivencia, no solo en la familia, sino en cualquier sitio. Nos quejamos
cuando alguien nos trata sin educación, sin amabilidad pero quizás no
contabilizamos las veces que hacemos lo mismo.
Por supuesto que no nos
alegramos con las injusticias de los
demás, aunque siempre tenemos alguna excusa para las propias. Todos los
días nos sirven los medios la corrupción de unos y otros y seguramente la
mayoría de la gente se siente muy por encima de los delincuentes, de los
imputados, de los investigados y no desea tanto que se restablezca el derecho de
los perjudicados como que se castigue a los culpables, al menos con la pena de
telediario.
Parece que solo existen los
delitos, los que tipifica y condena el código penal, por tanto los que no nos
vemos amenazados por la justicia nos consideramos inocentes, buenos y
dispuestos a apedrear a los culpables. Pero los delitos también son pecados,
aunque nadie hable de ello ni de arrepentimiento, ni de perdón y habría que hacerlo
y reconocernos todos pecadores por acción o por omisión, egoístas. soberbios,
envidiosos, lujuriosos, avariciosos, en definitiva pecadores, faltos de amor al
prójimo y necesitados del perdón de Dios.
No me cabe duda de que el
mundo sería más habitable si cada uno amase a su prójimo como a sí mismo, si
cambiase el sentimiento de odio por el amor, la comprensión, la amistad, la
benevolencia. Podemos intentarlo una y otra vez.
Tenemos a la vista lo que
ocurre cuando falta empatía y sobra odio. Creo que si el odio es contagioso y
nos puede llevar al desastre, el amor también puede contagiarse y recuperar la
convivencia.
Vale la pena releer lo que
dice San Pablo sin reducirlo a las relaciones familiares sino en la amplia
perspectiva de nuestra vida de relación con todos los demás. El amor no
pasa nunca.
Francisco Rodríguez Barragán
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