sábado, 6 de febrero de 2010

PALABRAS EXCLUIDAS

La Declaración de los Derechos Humanos reconoce que las personas están dotadas de razón y conciencia. Con estas cualidades podríamos diferenciar el bien del mal, pero también estamos dotados de libertad y podemos ignorar la voz de la conciencia y utilizar la razón y retorcerla para justificar nuestras decisiones.

Empeñados en instaurar una sociedad distinta se está procediendo a destruir la conciencia y los conceptos de bueno y malo, inscritos en nuestro interior, para sustituirlos por otros, decididos y adoptados por la voluntad política de los gobiernos, la influencia de minorías poderosas que ocupan los más altos organismos mundiales y la colaboración de ingentes medios de comunicación.

El primer paso ha sido manipular el lenguaje, ya que la lengua es el vehículo de nuestra razón, la que nos hace posible pensar y discernir. Se trata de excluir todas las palabras significativas de valores y relaciones auténticos, para sustituirlas por otras que se van introduciendo en nuestra vida, sin mayor examen de su engañoso significado.

La verdad, que era un absoluto al que tender, se ha sustituido por las verdades de cada cual, diferentes y equivalentes. La verdad y la mentira se mezclan en un relativismo cómodo, que nos exime de cualquier esfuerzo de comprensión para decidir nuestras acciones. Estamos aceptando las mentiras de nuestros políticos sin ningún rechazo radical. Seguirán mintiendo y seguirán votándolos casi los mismos.

No se habla de conciencia ni de moralidad, pues cualquier cosa que sea aprobada por el parlamento y aparezca en el Boletín Oficial es considerada moral, legal y buena. Hablar de la objeción de conciencia ante cualquier aberración legislativa, levanta ampollas en los que nos gobiernan.

Se ha sustituido la palabra matrimonio por la de pareja, salvo para establecer el matrimonio homosexual. La familia como unidad básica de la sociedad compuesta, de marido y mujer, padre y madre, y los hijos de ambos, se ha desnaturalizado al imponer la idea de que existen muchos modelos de familia que hay que considerar equivalentes. En algún texto de Educación para la Ciudadanía he visto motejar de anticuada y en vías de extinción la familia tradicional, mientras se valoran positivamente los demás modelos, al llamarlos actuales, progresistas y dinámicos.

Resulta esperpéntica la imposición en el Registro Civil de la palabra progenitor-A y progenitor-B en lugar de padre y madre, o la de cónyuge 1º o 2º en las anotaciones de matrimonios. La saña antifamiliar ha llegado hasta ordenar la supresión del Libro de Familia, sustituido por no sé que ficha personal.

Las personas tienen sexo, son hombres o mujeres, pero los géneros masculino, femenino o neutro, son clases gramaticales utilizadas para que exista concordancia entre los adjetivos y pronombres con los sustantivos respectivos. La tan repetida violencia de género, con el significado impuesto de “maltrato del hombre a la mujer” no tiene nada que ver con el género. Pero se habla de género para introducir la idea de que el sexo no es algo dado, sino algo a disposición de cada cual, que puede decidir ser hombre o mujer, aunque sea una minoría insignificante los que se sientan con un sexo erróneo.

No se habla de castidad ni de virginidad, palabras nefandas para quienes predican una libertad sexual promiscua e irresponsable. La sexualidad no es una importante dimensión humana que hay que dominar y conjugar con la entrega amorosa del compromiso, sino un simple juego de placer con cambios frecuentes de pareja.

Se habla de salud sexual y reproductiva de la mujer y de interrupción voluntaria del embarazo, para no llamar al aborto por su nombre y significado, para transmutar un delito en un derecho, para excluir al hombre que fecundó a su pareja de cualquier obligación y de cualquier derecho.

Hay muchas otras palabras excluidas del lenguaje, para que las personas no piensen en ellas, ni razonen sobre ellas, por ejemplo: fidelidad, premio, castigo, autoridad, esfuerzo, dominio de sí mismo, culpa, perdón, espiritualidad o trascendencia, Dios. Volveremos sobre ellas en otra ocasión.

Francisco Rodríguez Barragán

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