Una nación existe si las
personas que la forman tienen un pasado común y un proyecto de futuro juntos.
Si el pasado común se desdibuja, se omite o se silencia, el futuro se rompe, se
fracciona, en proyectos de vida insolidarios y enfrentados. Lo mismo pasa si se
trata de una realidad más amplia. Europa podrá ser una comunidad estable si su
proyecto de futuro está cimentado en una historia común, en unos valores
compartidos, en encuentros y desencuentros vividos y superados.
Pero al mismo tiempo que
tratamos de formar una realidad supranacional llamada Europa, nuestra vieja
nación se descompone en taifas que olvidan el largo proceso que les llevó a una
grandeza, que parece avergonzarnos hoy.
En mi lejanísima etapa de
colegial recuerdo las clases de Historia de España en las que se nos hablaba
del esfuerzo de los castellanos, vascos, leoneses, navarros, aragoneses o
catalanes, por recuperar la península del dominio de los musulmanes que
pretendieron conquistar Europa.
En la larga marcha que empezó
en Covadonga se fueron produciendo avances y retrocesos. Cuando desapareció gran
caudillo Almanzor, el victorioso, el
califato cordobés se fraccionó en un mosaico de pequeños reinos, que diversos
pueblos africanos pretendieron unificar para luchar contra los reinos
cristianos que habían ido surgiendo en el norte.
El próximo 16 de julio se
cumplirán 800 años de la batalla de las Navas de Tolosa, en la que la actuación
de Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón, López de Haro de Vizcaya,
Sancho VII de Navarra, conjuntados por los buenos oficios del Arzobispo Rodrigo
Jiménez de Rada, obtuvieron una decisiva victoria contra el imperio almohade de
Miramamolín.
A los españoles de hoy no
parece importarnos demasiado aquella batalla, que forzó el paso de
Despeñaperros y abrió las puertas de Andalucía para acciones posteriores como
la conquista de Córdoba en 1236 por Fernando III, Sevilla, Jaén, el Estrecho,
hasta dejar reducido el poder musulmán al reino de Granada, que se mantuvo
hasta 1492.
La batalla de las Navas de
Tolosa, orquestada como Cruzada por Roma, animó a otros ejércitos de Europa a
sumarse a la operación militar, aunque desistieron de continuar, con lo que la
victoria fue enteramente española. El gigantesco rey de Navarra Sancho VII
arremetió contra la tienda de Miramamolín, rodeada de esclavos negros
encadenados, rotas las cadenas, éstas pasaron a formar el escudo de Navarra
donde continúan.
En la antigua carretera de
Madrid a Andalucía, a su paso por el pueblo llamado La Carolina, hay un
monumento a esta batalla con todos los reyes y el arzobispo que tomaron parte
en ella y delante una estatua del providencial pastor Martin Halaja, que señaló
el camino a las tropas para sorprender a los almohades.
Cuando los españoles son
capaces de concertarse para conseguir un fin, llega la victoria, pero si se
enzarzan en disputas estériles, entonces dinásticas, hoy partidistas o
separatistas, nada prospera ni se realiza.
Francisco Rodríguez Barragán
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