lunes, 11 de marzo de 2013

Todos sentimos tentaciones ¿verdad?


Los cristianos que rezamos repetimos con mucha frecuencia la oración del Padrenuestro,  pero las dos últimas peticiones nos pasan, creo, bastante desapercibidas. Pedimos a Dios que no nos deje caer en la tención y que nos libre del mal, aunque no llegamos a tener clara conciencia de qué sea ese mal. Quizás pensamos que sea la enfermedad, la desgracia o el mal tiempo, sin caer en la cuenta que sea trata del poder formidable del demonio, el príncipe de este mundo, como lo llamó Jesús en alguna ocasión.

Hay quienes dicen que no creen en Dios y que la creación entera es el ciego resultado del azar y la necesidad, aunque imagino que no tendrás más remedio que creer en la presencia del mal, tanto en el mundo como en el interior de cada persona.

Los hombres de todos los tiempos han intentado organizar el mundo de mil maneras, pero nunca han podido erradicar la maldad, el odio, la guerra, la venganza, la opresión de los poderosos sobre los débiles, ni el crimen, el robo o la explotación, porque impregna todas las estructuras. Lo seguimos intentado con nuevas leyes, tribunales y condenas que no tardan en mostrar su radical insuficiencia. Los culpables de tantos delitos, si llegan a ser juzgados,  quizás sean castigados o sean absueltos ¿verdad?

Caer en las tentaciones es bastante fácil, sobre todo si pensamos que todo depende de nosotros, sin necesidad de la ayuda de Dios. Se nos ofrecen placeres, cada vez más fáciles, ocasiones de medrar, aunque sea a costa de otros, de enriquecerse, sin preguntar demasiado sobre lo lícito y lo ilícito, lo justo o lo injusto.

Hemos oído más de una vez lo de amar a nuestros enemigos, pero la tentación que nos acecha es la de odiar a quienes alguna vez nos perjudicaron, nos humillaron o simplemente se burlaron de nosotros, aunque nuestro odio no pase de ojeriza o de negarle el saludo, hasta desearle alguna desgracia o perjudicarlo de alguna manera. Sin la ayuda de Dios es difícil no caer en estas tentaciones.

La tentación de la envidia también nos llega silenciosa. Tener tristeza del bien ajeno, del éxito del compañero, del vecino, del que, quizás, es nuestro amigo, es tan fácil. Sin la ayuda de Dios no podremos dejar de ser envidiosos, codiciosos, lujuriosos o mentirosos, sobre todo porque podemos haber adormecido nuestra conciencia hasta el extremo de no sentirnos culpables de nada.

El mal es la obra del Maligno, el Diablo o Satanás, que ha conseguido su gran objetivo: pasar desapercibido, que la gente no crea en su existencia ni se crea en peligro por su causa.

Que muchos piensen que se puede ser bueno sin la ayuda de Dios, es la tentación de la soberbia, la astuta insinuación de que podemos conocer el bien y el mal con nuestra propia inteligencia, y si ya somos como dioses, ¿qué falta nos hace Dios?

El poder del mal llegó hasta el extremo de hacer morir a Jesucristo, el Hijo de Dios, pero ni el mal ni la muerte tienen la última palabra. Dios  resucitó a Jesús y nosotros podemos resucitar con Él si pedimos y aceptamos la gracia de Dios. Pasar del pecado al perdón de Dios es pasar de la muerte a la vida.

Cuando pidamos que Dios no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal, vamos a hacerlo en serio, por favor.

Francisco Rodríguez Barragán






 

 

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