Puede
parecer que la distinción entre creyentes y ateos resulta bastante clara, unos
creen en Dios y otros no, pero esta simplificación es engañosa tanto para unos
como para otros. Hay ateos que buscan honestamente saber si es verdad o no que
exista Dios y otra vida después de ésta. Otros por el contrario no buscan nada,
se encuentran bien en su situación e incluso se alegran de que no haya nada más
allá que pueda cuestionarles su vida. También están los ateos que buscan
constantemente confirmaciones a su ateísmo, para asegurarse que están en lo
cierto y huyen de cualquier argumentación contraria.
En
cuanto a los que se dicen creyentes hay quienes han encontrado a Dios y tratan
de servirle acomodando su vida al evangelio, pero también hay los que creen en
un Dios lejano, ausente, a quien se invoca en casos de tormenta o en los
funerales, pero que no significa nada en sus vidas.
Hay
otros creyentes ilustrados, que recitan el credo sin titubear, que cumplen con
la misa dominical, que forman parte de tales o cuales movimientos, cofradías,
hermandades y ONGs, pero no sirven a Dios sino que se sirven de Él para darse
buena conciencia, ser oficialmente buenos, son los que quizás ocupan los primeros lugares
de los templos y agradecen a Dios no ser pecadores como los demás, olvidando lo
que de ellos dijo Jesús: que el humilde pecador que se reconocía ante Dios como
tal y solicitaba su compasión, volvió a casa justificado y el “devoto fariseo”
no. Son el gran estorbo: ni entran ni dejan entrar.
No
son los ateos los verdaderos enemigos de los cristianos creyentes sino los que
dicen creer pero no sabemos en lo que creen ni vemos que sus creencias los
hagan mejores: más humildes, más honestos, más servidores de los demás. También
obstaculizan la misión evangelizadora de la Iglesia los omnipresentes fariseos
y los espiritualistas, de oriente o de occidente, que andan proponiendo
invenciones y técnicas puramente humanas como solución al problema radical de
nuestra dependencia de Dios. Nos hiciste
para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti, decía San
Agustín, aunque muchos solo buscan, sin éxito, descansar en sus placeres.
Somos
criaturas que hemos recibido el ser de Dios pero queremos ser nuestros propios
dioses, libre e independientes y, como los demonios, decirle a Dios: no te serviré, haré lo que me venga
en gana, yo mismo decidiré lo que sea bueno o malo para mí y cuando muera
volveré a la nada y todo quedará olvidado.
Pero
Dios no nos devuelve a la nada, como retractándose de habernos dado la
existencia. Una vez que hemos llegado al ser, seremos por toda la eternidad y nuestras acciones no dejarán de
acompañarnos. Aunque pensemos que vamos a volver a la nada, la sola posibilidad de una vida
eterna es tan terrible o tan
esperanzadora, que debería hacernos reflexionar.
El
creyente que ha recibido el don de la fe, puede ver iluminado el camino de su vida si se deja guiar por el
Espíritu, pero también puede decidir alejarse de Dios o querer utilizarlo y
manipularlo. A todos se nos pedirá cuenta de lo recibido.
El
demonio, que no es ateo, anda tras nosotros con su vieja y engañosa tentación:
“no obedezcáis a Dios y seréis como dioses” y muchos se lo creen, por eso
pedimos una y otra vez a Dios que no nos deje caer en la tentación y nos libre
del mal.
Francisco
Rodríguez Barragán
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