Soy pesimista, lo reconozco
Durante mucho tiempo creí que la
marcha del mundo era un avance imparable hacia el progreso, hacia una
convivencia cada vez más fraterna en la que iban superándose los
enfrentamientos de otras épocas, de otros momentos. Progresar no era solamente
conseguir más velocidad, más comodidades, mayor nivel de vida.
Aunque me resistí cuanto pude a
abandonar esta idea me he ido convenciendo de su falsedad. El progreso puede
construir mejores edificios, carreteras, vehículos, pero no hace mejores a las personas. La
educación, el esfuerzo por sacar lo mejor de cada persona, no ha progresado
nada, aunque tenga cada vez más aparatos.
Ahora que la gente anda de
fiestas parece como si no hubiera otra manera de divertirse que haciendo
botellón. Los controles de drogas y alcoholemia no se ponen por gusto, sino
porque el número de borrachos va en aumento.
Las ideas revolucionarias, de
uno u otro signo, que tanto daño han causado no hacemos nada por superarlas
sino que vamos creando otras nuevas. Las mujeres pueden ser una fuerza
revolucionaria si son convencidas de que deben liberarse de los hombres, exiguas
minorías sexuales que, si hubo un tiempo en que fueron reprimidas, ahora
quieren avasallarnos a los demás, lo mismo que hacen los ecologistas o los
defensores de los animales, imponer sus ideas.
En lugar de buscar puntos de
encuentro y colaboración, se van creando sin parar causas de enfrentamiento, de
discordia. Hay que romper nuestro país en pedazos, ¡cómo si no estuviera ya bastante troceado con el invento autonómico!
Me dirán que con la edad me he
vuelto pesimista y quizás sea cierto,
pero cuando veo la permanente incitación al odio que rezuman colectivos,
partidos, organizaciones. ¿Cómo puedo ser optimista? Da la impresión que cualquier llamamiento a la concordia cae
en saco roto, pero si se trata de odiar
a los contrarios todos se aprestan a llevar su antorcha incendiaria.
La democracia, en la que
pusimos tantas esperanzas, ha degenerado en una lucha descarnada por el poder.
No hablan de presentar un programa más ilusionante y mejor que el de los otros
y que el pueblo, el demos, decida, sino de buscar pactos y componendas para
expulsar a los que consideran sus enemigos, pero los que firman pactos contra
otros, pronto se traicionarán entre
ellos.
Para que exista una nación es
necesario tener una historia común y por desgracia, aquí andamos reescribiéndola
para sacar todo lo que nos divide, lo que nos enfrenta, lo que podemos utilizar
como munición contra los demás. No hace falta que otros nos odien ya nos
odiamos entre nosotros con saña y sin sentido. Es cutre utilizar hasta el
callejero para renegar de nuestro pasado.
Veo otras naciones unidas tras
su bandera y entonando su himno nacional y me apena que aquí no tengamos ni
himno ni bandera que nos una, pues hay demasiadas banderas, mal utilizadas, que
no llegan a cubrir sus propias vergüenzas o más bien desvergüenzas. Esas
pitadas en los estadios ¿no deberían abochornarnos?
En lugar de tener una historia
común lo que tenemos es una perversa ley de Memoria Histórica pensada por un
cerebro vengativo y retorcido que otro gobierno posterior no ha sido capaz de
derogar a pesar de su mayoría absoluta. Ha sido ciscarse en su propio programa,
abandonar sus valores y continuar manteniendo las leyes que cuando estaba en la
oposición prometió derogar.
Pesimismo, ¡pues sí!
Francisco Rodríguez Barragán
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